Gabriel Báñez: Un escritor en los márgenes

Suele decirse que Gabriel Báñez era un escritor en los márgenes, que no necesitó transitar las avenidas de la literatura para establecer una voz original y potente, tan original como inusual. Autor de una decena de novelas, que distaban entre sí en tonos y temáticas pero que no dejaron de conformar un corpus, renegaba de las definiciones tajantes de los escritores y era un lector errático, anárquico, que buceaba en lo múltiple, porque, decía, leer es una forma de vivir. “Fracasando me muevo muy bien” y “las personas mueren y van a parar al argumento, no al cielo” eran dos frases que solía repetir.

Había nacido en La Plata, en 1951, de donde partió a una temporada porteña y lugar al que regresó: fundó y dirigió la editorial municipal platense La Comuna, que publicó una larga y variopinta lista de títulos, dándole voz a múltiples autores locales, de la poesía al rock, de la Historia a la narrativa. Era editor de las páginas literarias del suplemento dominical del diario El Día (donde colaboraba, por ejemplo, entre otras y otros, Aurora Venturini). Y coordinaba un mítico taller de escritura en los altos de una casa de diagonal 73, no lejos de Plaza Moreno.

Fue amigo de Luis Chitarroni y Juan José Becerra, asesor en varias editoriales, y editor de aquel recordado suplemento Cultura y Nación de Clarín que se publicaba los jueves, antes de pasar a los sábados y rebautizarse como Ñ. Trabajó, también, como periodista, en La Prensa y El Cronista. En su juventud supo peregrinar a Santos Lugares para frecuentar a Sábato, hasta sentir la necesidad del parricidio literario.

En 2008 obtuvo el Primer Premio Internacional de Novela Letra Sur, organizado por Editorial El Ateneo y la Provincia de Chubut, por su novela La Cisura de Rolando, con Juan Sasturain, Claudia Piñeiro y Martín Kohan como jurados. Genial y absurda, La Cisura de Rolando, más allá de su referencia científica a la hendidura del cerebro que separa el lóbulo frontal del lóbulo parietal, es un homenaje al lenguaje, a las disfunciones, a aquello que no entra en el marco, atravesado por un disparatado terapeuta lacaniano-peronista. “Es autobiográfica en el sentido de que uno escribe porque no sabe hablar”, dijo el propio Báñez. 

En sus últimos días, Báñez estaba escribiendo una novela breve llamada Jitler -así, con jota-, que se publicó de manera póstuma a través de La Comuna Ediciones, primero, y por Mil botellas después, editorial platense dirigida por Ramón Tarruella que ha reeditado, además, varios de sus títulos: sus pocos cuentos, reunidos en El circo nunca muere, la novela Hacer el odio y esa rareza que es Octubre amarillo.

Octubre amarillo es una extraña ficcionalización del caso Barreda, una serie de crónicas que fueron publicadas originalmente en Página 12. Para correr a la par de aquel renombrado caso, pero sin seguir la versión oficial, Báñez elaboró una teoría propia, ligada a lo esotérico. La realidad le tenía reservada una jugarreta: al declarar en el juzgado, Barreda dio una versión bastante cercana a lo propuesto por Báñez. Más aún: el autor tuvo que escribir una nota para el diario aclarando que lo suyo había sido ficción. 

En Jitler, un periodista platense, hacia principio de los ’80, encara una investigación donde se cruzan los pueblos originarios argentinos del Siglo XIX con Adolfo Hitler (el “manfloro”), a partir de la obra de Víctor Borde, seudónimo del antropólogo alemán Robert Lehmann Nitsche, autor del primer Diccionario Erótico del Rio de la Plata. Jitler se bifurca, pero nunca se extravía, sostiene la intriga sin sobreactuarla: “escribir de la mejor manera posible sin decir nada de la mejor manera posible”. 

También están Cultura, una parodia desopilante (imagen de tapa: la cara de Sarmiento intervenida por dos cuernos y bigotes rojos), donde pueden seguirse los rastros de gente demasiado real, protagonizada por un tal Ibáñez, funcionario de la burocracia cultural, escritor de cabotaje; como Rolando, otro disociado. O esa novela luminosa, mágica, perfumada, milagrosa, romántica, histórica, que es Virgen, con una historia de amor impar y la Ensenada portuaria de los años ’40 como escenario.

El director platense Marcos Rodríguez llevó al cine, en 2007, su novela Los chicos desaparecen, con actuación de Norman Briski, Lorenzo Quinteros, Ricardo Ibarlín y Umbra Colombo, que puede verse libre por YouTube. Y, en 2024, estrenó el documental La película de Báñez, una especie de justicia poética en formato audiovisual.

Báñez supo decir que “la ficción es una forma altísima de la realidad, la forma más lacerante”, que “escribir es una forma de buscarse”, que “uno escribe por impotencia” y que “literatura suena a canon, a cosa juzgada o fósil. Escritura es una palabra imperfecta, orgánica, anárquica y tumultuosa”. 

“Se ahorcó. Así de sencillo”, escribió en su blog Corte y confección en septiembre de 2008 para hablar del final de David Foster Wallace. Menos de un año después, en julio de 2009, Gabriel Báñez fue encontrado muerto en su casa. Había elegido el mismo desenlace que Wallace, dejando huérfana a una buena parte de la literatura argentina no canónica, de esa que no necesita de las grandes luces para ser. Tenía 58 años.

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