City tour emocional

Después de un catastrófico año sabático en un mínimo pueblo de La Pampa, Embajador Martini, recalé en la ciudad de Buenos Aires sin sospechar los tiempos tormentosos que se avecinaban. 

Abril de 1977.  Avenida Corrientes, entre Paraná y Uruguay.

Todavía la calle no dormía del todo, aunque fingía hacerlo bajo la mirada espesa del miedo.  

Era una Corrientes más estrecha, sin bicisendas ni luces LED.

La Confitería La Giralda abría sus puertas con aroma a chocolate con churros. Allí se mezclaban oficinistas silenciosos, estudiantes de Filosofía que leían con los codos en la mesa, y algún actor que, entre sorbo y sorbo, ensayaba su parlamento frente al pocillo frío. El mozo de chaleco y moño negro no preguntaba: traía lo de siempre.

Justo al lado, en una entrada de puerta de madera oscura con vidrios esmerilados, se alzaba un hotel agonizante, con un conserje adorable y servicial que fue una especie de guía turístico y espiritual para mi asombro. En una habitación cuyas penumbras perdonaban la miseria, me alojé durante los primeros meses, hasta que mi viejo, quemándose las pestañas y los nudillos, logró comprar un monoambiente. Decían, que en el hotel paraban escritores del interior, vendedores de corbatas al por mayor y alguna que otra pareja. Yo venía del interior y estaba haciendo los palotes de mis primeros versos.

Corrientes olía a papel y café, sonaba a Piazzola y murmullos de mesa. 

Corrientes entre Paraná y Uruguay era, en 1977, un tramo breve de ciudad suspendida: entre la belleza y el espanto, entre la vigilia y el exilio interior.

La Giralda era refugio y trinchera. Yo decía que era mi oficina, pero también era mi sala de estar, mi coartada para no volver al hotel, mi escenario. Me sentaba en la mesa del fondo, la de la columna rajada, y desde ahí miraba todo: los vaguitos que se pasaban el porro envuelto en Kleenex, los bohemios que recitaban a Artaud como si fueran poseídos, los amantes que fingían ser amigos y los amigos que deseaban en silencio.

A veces me encontraba con uno, a veces con todos. Éramos ruidosos, reíamos demasiado para los tiempos que corrían. Pero yo no sabía. Venía de un pueblo donde la dictadura era un rumor que no llegaba a tomar forma. La ciudad me enseñaba a andar con paso firme, a pedir el café con leche sin temblar, a escribir con rabia.

Hasta aquella noche.

Entraron de golpe, sin pedir permiso, como si la Giralda fuera suya. La policía, de uniforme y mirada de piedra. Nos hicieron parar. Nos pidieron documentos. A mí me señalaron sin razón.
—Abra el bolso.
Yo lo abrí.
Saqué el monedero, los pañuelos, un libro. El peine. Un papel arrugado con un número de teléfono. Nada. No encontraron nada. Pero igual me miraron como si hubieran encontrado algo.
Y se fueron.

Lo que dejaron fue la humillación: esa sensación de estar desnuda en medio de todos. Esa invasión muda, esa violencia seca, sin marcas visibles. Ese vaciarme el bolso fue como si me vaciaran a mí. 

 Pedí otro café con leche y lo tomé despacio, como si cada sorbo pudiera devolverme un poco de lo que me habían quitado.

Conseguí trabajo en una empresa agropecuaria, en Cangallo 456 —hoy calle Perón—.Odiaba estar encerrada entre gente que parecía vivir en penumbra. Por eso, todas las tardes, al salir, caminaba. Caminaba sin mapa, sin reloj. Me perdía en la ciudad con la precisión de quien busca encontrarse. Caminaba hasta que anochecía, para beberme Buenos Aires a tragos lentos.

Una tarde, salí con el piloto gris que usaba cuando llovía o cuando no quería que me miraran demasiado. Pero debajo del piloto, era una paleta encendida. Caminé hasta el Bajo, como llevada por una música que sólo yo escuchaba. Seguí hasta el puerto, con su olor a metal mojado y sus barcos quietos. Crucé hacia la Costanera Sur, que recorrí con vehemencia.

El cielo estaba plomizo, pero yo no. La ciudad me hablaba en luces, en murmullos, en gestos de árboles y charcos. Me hablaba en una lengua nueva, íntima, que sólo se aprende caminando sola por una ciudad que aún no se teme.

Esa tarde supe que me estaba enamorando. No de alguien.
De Buenos Aires. Para siempre.

Otro de mis guías por la ciudad fue Ernesto Sábato, con su mapa existencial y alucinado. Leía Abaddón el Exterminador como quien no solo se sumerge en una novela, sino entra en ella. Estaba adentro del libro. Era parte de esa historia quebrada, de ese Buenos Aires que ardía y temblaba entre las páginas.

Durante un mes llevé una doble vida: la rutinaria —la de los horarios, la oficina, los colectivos—, y otra secreta, más vívida, donde me sentía intrusa, testigo y personaje en la novela de otro.

Recorría Parque Lezama, buscaba en sus ondulaciones verdes algún eco de Bruno o de Fernando. Me detenía frente a la cúpula de la iglesia ortodoxa, la misma que Sábato miraba. A veces, cruzaba la ciudad entera para ir a La Biela, con la esperanza absurda de encontrar a Sábato en una mesa, a Beba con su cuaderno, al doctor Arrambide escribiendo con letra apretada en una servilleta.

Buenos Aires se volvió libro. El libro, ciudad. Cuando llegué a la última página, la cerré como se cierra un féretro. Fue un duelo real. Pero no estaba sola. La ciudad ya me había elegido.

Biografía

Olga Liliana Reinoso es educadora y escritora pampeana con una trayectoria literaria y pedagógica de más de 40 años. Nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina en 1951 pero transcurrió su infancia en el pueblo del norte de La Pampa, llamado Embajador Martini. En 1977 se estableció en Buenos Aires donde vivió durante 11 años, momento en que regresó a La Pampa y se radicó en General Pico. Difusora de la literatura regional, nacional y universal, actriz y organizadora de actos culturales. Ha participado en diversos simposios de literatura como ponente y fue finalista en el Encuentro Latinoamericano “Abrazo de Voces” organizado por el Grupo Literario “Las Pretextas”, en 2017. Su obra abarca diversos géneros y ha sido reconocida en ámbitos educativos, culturales y artísticos de la Argentina y el exterior.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Estoy ahí.

Olga tiene esa narrativa que hace que el lector, o sea yo en este caso, me instale en ese lugar, siento que estoy ahí, soy la que sufre, la que sueña por las calles porteñas, la que ansía tener ese encuentro.

Gracias!

Estela