El viejo Bobby arrastraba desde joven dos problemas: el alcohol y su acuciante verborragia. Bastaba verlo sufrir bebiendo en soledad para darse una idea de su sed de palabras. La mayor parte del tiempo se lo pasaba buscando a alguien con quien compartir un trago y, más que nada, una charla. Embeberse en palabras le era tan importante como saciar su sed. Cuando hablaba y bebía, sentía un gran desahogo: era el modo que encontraba ─decía─ de calmar su angustia existencial. Odiaba beber sin que nadie lo escuchara. Con orgullo se jactaba de ser un bebedor social; tan social que valoraba más que nada, toda ocasión de conversar con cualquier barman. Cuando no conseguía que le prestaran atención, se iba al final de la barra, allí donde los viejos bebedores solían apostarse. Por esa costumbre, Bobby se había ganado el mote de “El Viejo Bobby”.
Confiaba ciegamente mitigar su culpa, llenar el vacío de su soledad, a fuerza de empatía. Sentía las palabras como un aditivo, como si al impregnarlas en alcohol lograra purificarlas, convertirlas en un ruego, en una tardía disculpa con su madre. Viuda de un alcohólico, la pobre no había podido apartar a su hijo del mismo sendero equívoco que había transitado su padre. Antes de morir ya había perdido toda esperanza de recuperar a su hijo.
El viejo Bobby tenía por costumbre iniciar esa plática previa con todo barman que tuviera por delante, que pudiera generarle la rápida aprobación o un rotundo rechazo. Cuando no sentía esa empatía buscada, la falta de respuesta a sus preguntas, prefería irse a otro bar, allí donde su avidez de palabras le fuera correspondida.
Tampoco lo conformaba beberse cualquier brebaje. Primaba ante todo rendirle justo tributo a sus excedidos ácidos grasos, a su elevado colesterol. Esto solo lo lograba mediante un preparado soberbio, estimulante. Era por demás exigente a la hora de evaluar la proporción de líquidos que debían converger en el vaso mezclador. No por nada esa primera conversación con el barman giraba invariablemente en torno al modo en que debía prepararle el cóctel o el trago elegido. Bobby sometía al bar tender a infinidad de preguntas: sobre las marcas de los destilados, las medidas y proporciones de la mezcla, el enfriamiento de la copa, los añadidos -como cáscaras de cítricos, sirop-, los néctares. En fin, todo aquello que juzgaba imprescindible para que la fórmula “estrictamente matemática”-decía- no fallara.
Bobby recorría los bares buscando ese elíxir de vida que lo animara, esa charla que apagara su angustia. Rechazaba los tragos de sabores anodinos, astringentes. Prefería los alcoholes reposados, los frutos meliáceos de las barricas, los que gustaba beberlos de a sorbos, como de un cáliz, de un Santo Grial -Bobby solía ponerse poético, inspirado-, para transformarse en un Tristán, en un Lancelot que portara la pesada Excalibur, y blandirla sin más, en su abultado vientre.
Conocía cada licorería, cada bar, cada mostrador de la ciudad. Había sobrevivido estoicamente, a las prohibiciones de la “Ley Seca”. Esa implacable persecución, como gustaba llamarla. Se sentía parte del contingente que había sido literalmente arrojado al desierto de las barricas vacías, al desolado y triste espectáculo de ver gente sobria que circulaba por las calles, sin más hábito ni dogma que aferrarse a la abstinencia, al penoso consumo de Coca Cola que, por aquellos días, empezaba a ganar sus acólitos.
A Bobby lo abominaban las películas de la época en la que perseguían a los contrabandistas, a los distribuidores de alcohol, catalogados como villanos, enemigos públicos de la sociedad. En cambio, los policías distritales -“sabuesos de destilerías”, solía llamarlos- eran idolatrados, tenidos por fieles guardianes de la moral, venerados por contribuir a mantener ese “pacato orden público”.
Nunca había imaginado tamaña subversión de valores. Vivir en un “paraíso” que en verdad era un infierno para los denostados consumidores de alcohol. En el cielo -pensaba Bobby- debían estar los contrabandistas, los fabricantes ilegales de alcohol, los dueños de las destilerías clandestinas, los desolados sedientos de licor. El infierno, debía ser para los censores, los cobradores de impuestos, los policías, los funcionarios de aduanas, los centros de rehabilitación de alcohólicos.
El día en que la veda cesó, salió a recorrer bares con la alegría de un devoto que va a misa, con el entusiasmo del melómano que asiste a una función de ópera. Bobby buscaba meseros, bármanes, expendedores de bebidas. A cada barra que arribare gustaba sentarse y hundir sus codos, encogerse de hombros y juntar sus manos a la espera de ser atendido. Tenía preparado para el barman su habitual rosario de preguntas. Pero sobre todo buscaba ansiosamente, entablar conversación con quien se sentara a su lado, fuera quien fuera. Deseaba penosamente ser escuchado. Claro, no siempre había una correspondencia para su demanda. Los bebedores, en aquellos días, colmaban los bares buscando solo beber. Los camareros tampoco estaban para perder su tiempo en platicas inútiles. Esto a Bobby lo irritaba. No se conformaba con pedir su trago, él quería que le dispensaran palabras, necesitaba respuestas, y estas estaban más allá de la bebida y de su silencio. Eran, en sí, el antídoto para calmar su angustia y su soledad.
Una tarde de otoño, hacía su habitual recorrida por los bares de la ciudad. Se había mudado recientemente a Brooklyn. Rita, su hermana, trabajaba en la oficina postal que estaba en Mulberry Street y Hester. Alquilaban una pieza en la zona cercana al cementerio de Marble. A Bobby le gustaba pasearse por las calles con su traje a rayas, su corbata de lana y su sombrero bombín, un tanto desgastado, pero con el que se cubría de una calva pronunciada. El pañuelo blanco perfumado le asomaba del bolsillo superior del saco. Caminaba con ese bamboleo sobrador que portan los gánsters cuando quieren demostrar que por encima de ellos, no existe ley alguna, que todo puede comprarse y venderse por dinero. Los policías sobornados estaban a la orden del día para proteger ese reinado de violencia que duró más de una década que regó de sangre las calles de Chicago, San Francisco y Nueva York.
Aquella tarde había ido a su “parroquia” preferida: el bar Lucky que regenteaba un tal Johnny Capaldi. (Este había “trabajado” bajo las órdenes de Bud Castello y luego se convertiría en el matón a sueldo preferido del jefe mafioso Al Capone). Bobby, en tanto, alardeaba por un dinero que había ganado haciendo un trabajo “fácil” levantando apuestas a favor del boxeador estrella del momento: Joe “Destroyer” Trump.
Bobby se mostraba ansioso por soltar su labia, por lanzarle un par de bravuconadas a Billy Black, el encargado de la barra, el responsable de ponerle el oído y de escuchar sus demandas, sus preguntas monótonas y habituales. El local estaba repleto. Había matones en su día libre y con ellos mujeres envueltas en finas pieles que expelían aros de humo de sus boquillas e impregnaban la atmósfera de un olor a sudor y a perfume rancio. El volumen de la música estaba alto, porque el trompetista de turno soplaba con tanto vigor que el sonido se descomponía en un estruendo metálico insoportable. Bobby, acodado en la barra, insistía en hablar. Iba poco a poco subiendo el tono de su voz. Su pretendida conversación era ya un monólogo que no pasaba de unos esforzados balbuceos apagados por el sonido abrumador de la trompeta.
Billy Black lo miraba de reojo, mientras servía copas atendiendo a otros sedientos. Esto a Bobby comenzó a enfadarlo. En el momento menos pensado, se encontró gritando tambaleándose con su vaso de whisky, con tan mala fortuna que golpeó con su brazo a la rubia que tenía al lado. Quiso hablar y se le secó la boca. Intentó una disculpa, pero no pudo evitar que dos manos forzudas comenzaran a zamarrearle las solapas del saco, hasta oprimirle su garganta de la que apenas pudo balbucear una ligera excusa. Cuando el matón que estaba con la rubia lo soltó de un empujón, fue a acodarse de nuevo a la barra. Reía tontamente. Lo hacía con una profusión irritante. La gente lo miraba y él insistía en hablar con el barman. Billy Black sacudía su cabeza con resignación e impaciencia. Le dijo que ya era suficiente, que no había más bebida, que se marchara. Bobby no hacía caso. “Quiero hablar”, gritaba exasperado y continuaba con su risa. Las fuertes risotadas lo dejaron en ridículo.
La noche transcurrió entre el rugir de aquella trompeta y el olor rancio del tabaco, entreverado con el perfume de las mujeres. A la mañana siguiente los titulares de los periódicos anunciaban el ataque inesperado de los japoneses a la base naval de Pearl Harbor. El país estaba conmovido. Era el ingreso de los Estados Unidos en la gran guerra. El cuerpo de Bobby fue encontrado sin vida en un basural. Su boca estaba entreabierta, exasperada, parecía querer hablar, decir algo, pero ya no tenía palabras. Un pálido semblante de muerte lo cubría.