
Por Felicitas Ilarregui
Carlos Salem es escritor de cuentos y novelas para niños, jóvenes y adultos. También es poeta y periodista. Nació en Burzaco. Se fue a vivir a España en el año 88. Cruzar el Atlántico lo hace sentirse, primero, “argeñol” y, en este último tiempo, “espantino”. Para diluir las etiquetas literarias, creó el concepto “cerveza ficción”, que ha dado lugar a títulos como El huevo izquierdo del talento y En el cielo no hay cerveza. Entre sus obras se destacan: Los que merecen morir, Madrid nos mata, Los dioses también mueren (saga de la Brigada de los Apóstoles), El dilema del tigre blanco y La isla de los niños encontrados. Este año publicó en una editorial argentina y nueva (La Escena del Crimen) dos novelas y una novela gráfica: Nadie se ahoga tres veces, La chica del pelo verde y ¿Quién mató al lobo feroz? (con ilustraciones de Iñaki Echeverría). Conversamos, entre otros temas, sobre sus primeras lecturas, la incursión tardía en el universo editorial, la pregnancia de la muerte (o no) en su escritura y la construcción de los personajes.
¿Venís de una familia lectora?
—Sí, sobre todo mi mamá. Mi papá tiraba más para querer escribir. Escribió muchos poemas de destino gauchesco, una movida que a mí, en su momento, no me volvía loco. Pero mi mamá siempre fue muy lectora y yo fui muy lector de chico.
¿Qué leías con ella?
—En realidad, mi mamá me enseñó a leer para que no hinchara las pelotas. Había tele, pero no todas estas plataformas que hay ahora. Yo, en un año, con 4 años, tuve todas las enfermedades posibles: hepatitis, sarampión, tos con convulsa; me curaba y me caía la tos. Y creo que me he enfermado, por fumador, de bronquitis. También tuve apendicitis. Después nunca tuve ningún otro problema. En ese año, de pibe, mi vieja me leía La hormiguita viajera y, claro, duraba diez minutos. Yo era muy inquieto. Durante mucho tiempo, estuve convencido de que había engañado a mi mamá para que me enseñara a leer, pero fue ella la que me engañó. Entonces empezamos a leer los libros del Príncipe Valiente, que eran con imágenes. Yo miraba la ilustración, decía algo y ella me preguntaba: “¿Dónde dice eso?”. Entonces pensaba que la engañaba, pero, en realidad, era ella. Ya a los cinco leía muy de corrido. Por eso tengo una letra de mierda porque para mí la letra es imprenta. Eso no quiere decir que estuviera predestinado ni nada. Mi cursiva es horrible. ¿Y qué leía? De todo: a los seis o siete años, me di un atracón con todos los cómics de Superman. Leía más rápido y después volvía a los libros; me jodía porque los que te daban eran como muy infantiles. Y después ya arranqué, sobre todo a los once o doce, con Siddhartha y Trópico de Cáncer.
¿Qué libros fueron un parteaguas para que te sumergieras de lleno en la lectura y la escritura?
—Mira, recuerdo que no quería ser ni Batman ni astronauta, quería ser escritor de novelas. Escribí una malísima a los doce años, llena de tópicos. Si la hubiera publicado, ahora sería rico. Un thriller pedorro: el tipo era astronauta y espía, al mismo tiempo que trabajaba de barrendero; la mina sabía siete artes marciales… y la rompí. Los primeros libros que sí me marcaron mucho fueron El largo adiós, de Raymond Chandler y Triste solitario y final, de Osvaldo Soriano; un escritor grandísimo, infravalorado acá, en muchos casos, de una manera académicamente estúpida. Cualquiera que sepa escribir se da cuenta de que la mecánica, la capacidad de juntar una frase, que parecía simple, que transmitiera emociones, o sea, la capacidad de manipular el texto de una manera natural, y que, a la vez, no te dieras cuenta, yo no la he encontrado en nadie más. Ese tipo tenía la cara del que se podría ver salir de la cancha; tenés que ser argentino… Si lo traslado a España con otra cosa, no es que le copie, pero me gusta mucho ese mecanismo.
Publicaste por primera vez a los 47 años la novela Camino de ida ¿por qué no antes?
—Porque soy muy cabezón. Yo dije: “Voy a publicar cuando esté conforme con lo que haga”. Yo escribo las novelas que quiero leer. Para mí ha sido una novela muy importante porque era un homenaje a Osvaldo Soriano. Tiene hasta la estructura similar a Triste, solitario y final. Los capítulos de la vida de Gardel son parecidos a los del Gordo y el Flaco. Está hecho con toda intención. La tenía escrita de antes, pero era difícil publicar. En ese entonces, vivía en Melilla y estaba decidido: “Y bueno, a los cuarenta y cinco… Si no, la voy a publicar por mi cuenta porque quiero que esta novela salga”. Entonces a los cuarenta y siete entro al bar de poesía que tenía con mi compañera de entonces, el Bukowski Club. Aparecen de una editorial nueva y chiquitita preguntando: “¿Aquí solo vienen poetas?, ¿o novelistas también?”. Entonces yo dije: “No. Viene gente que tiene novelas que me han contado”. Entonces, un día que no abríamos, armamos una reunión e invitamos a todos los amiguetes que tenían una novela y tomamos unas cervezas. Al mes, vino el tipo porque nadie le había mandado nada. Y mi novia de entonces, que era muy madrileña, muy linda, dijo: “Este gilipollas tiene como tres novelas escritas”. Y el tipo: “¿Por qué no me dijiste?, ¿recién te das cuenta?”. “Pero yo soy el dueño del bar. No iba a decir yo, yo”. Entonces se las mandé. Le habían gustado las tres, pero iban a empezar por esta. También sacó Chamamé, de Leo Oyola. Las dos fueron al premio Gijón. La de Leo sale ganadora del Hammett. Y la mía gana el Silverio Cañada. Los dos pensábamos que no íbamos a ganar ni en pedo. Nos emborrachamos nosotros y nuestros editores se emborracharon tres días más.
¿Cómo nace y toma vida el concepto cerveza-ficción?
—Es como una broma. Cuando yo empecé a escribir me jodían mucho las etiquetas. Me siguen jodiendo. A mí me dieron el Memorial Silverio Cañada a la Mejor Primera Novela Policial Escrita en Español por Camino de ida. Técnicamente no es negra porque no hay muertos. Sin embargo, gané el premio en la Semana Negra de Gijón. Y se sigue reeditando. Me gustaba la novela negra, Chandler y todo esto… Seguí escribiendo. Pero entonces empiezan las etiquetas: si lo mío es novela loca, delirante, pero llena de poesía; si escribo poesía, pero no sé qué… otra etiqueta… En las antologías de narradores argentinos nuevos, no me llamaban por español; las españolas, por argentino. Me empecé a revelar y me autoproclamé “argeñol nacido en la Semana Negra de Gijón”… Una joda. Ahora, como llevo más tiempo viviendo allá que acá, sería “espantino”, ¿vale? Entonces, las etiquetas sirven para ahorrarle a la gente el pensar. Todo el mundo me dice: “Hay mucho humor en tus novelas”. Yo reniego de eso. Yo no construyo gags: el gag es la vida misma. Bueno, y, como estaba podrido de las etiquetas, escribí un decálogo para escribir “cerveza ficción”. En esas historias, tienes la noche y los bares. Podríamos decir que las de Bukowski son cerveza ficción…, de tipos que vivían más de noche que de día… Hasta llegó a haber un Premio Internacional de Relatos de Cerveza Ficción, que pagó una fábrica de cerveza. El concepto podría tener un corpus, pero ni siquiera tiene que ver con la cerveza. Tiene que ver con la nocturnidad de las cosas, con lo que pasa en la noche y en los bares, pero no con la cocaína, la gente con sexo en los baños: eso es del que se hace el progresista o el loco nocturno. Yo tuve mucho tiempo a gente muy loca que se acercaba a contarme cosas. De noche somos de verdad quienes quisiéramos ser. Ni siquiera hablo de cambio de personalidad. Hay gente a la que conocí y traté solamente de noche. Yo tuve una novia durante un año. También trabajaba de noche. Entonces la iba a buscar. Ella dormía durante el día. Podría haber sido un vampiro y nunca me enteraba.
En algunos de tus títulos, por ejemplo, en la saga de la Brigada de los Apóstoles, aparecen palabras asociadas a morir. ¿Qué es para vos la muerte?
—Sabes que no lo he pensado nunca. Pero en lo que sí pienso es en tener buenos títulos. Ahora quizás pienso más en la muerte. No es algo que yo quiera desear ni buscar, más bien quiero evitarla. ¿Sabes qué pasa? Cuando tú te vas haciendo más grande, no sé si es la palabra exacta, pero a los temas no te puedes aproximar como un listado: ahora voy a hacer tal cosa o tal otra. Hay varias novelas en las que me estoy despidiendo de mi viejo, en las últimas. Es un pequeño ajuste de cuentas con él. Y ya lo venía haciendo desde Rayos X, que es una novela de cuando él estaba vivo y yo no quería que la leyera. En Los que merecen morir, está la pésima relación de Severo Justo con el padre. En la segunda, él descubre que el padre no es lo que cree. O sea, me interesa mucho la imagen que tenemos de nuestros mayores, de nuestros padres, de nuestros abuelos. Nos cuesta mucho imaginarlos jóvenes, haciendo algunas cagadas. Los imaginamos, pero no los asumimos. Además, la gente que nos precedió tiene cosas que nunca sabremos. Nosotros nos inventamos la historia que nos contaron o la que quisimos creer. La muerte me pesa más por la muerte de mi padre que por la mía. Hay un libro para chicos, La muerte lleva flores en el pelo, que creo que saldrá el año que viene. Será un libro ilustrado por Fermín Solís. Es la muerte que viene a contarle a una niña que su abuelo, que era marino mercante jubilado, no va a volver. La nena es un terremoto, y la muerte la lleva a ver cómo nacen y mueren las flores, los planetas… Y la nena le pone flores de papel en el pelo; la muerte se las quiere despegar y no puede. La niña es como un Katrina y termina diciéndole a la muerte: “Pero como, ¿no era que iba a ser un viaje muy largo? La niña quiere invitar a la muerte a jugar. Y la muerte le dice: “No volveré en mucho tiempo, eres agotadora”.
¿Leyó Rayos X tu viejo?
—Sí. Y le gustó mucho. Dijo: “¿Tan boludo era?”. Y ahí nos amigamos. Aparte había leído todos mis libros: “Nunca te dije que me encantaban”. Y a mí me hinchó las pelotas porque él quería ser escritor. Y, en lugar de cumplir su sueño, lo cumplí yo. Los hombres somos muy simples y, de tan simples, somos complicados.
A tus personajes les ponés nombres que definen sus trayectorias y, en cierto modo, su destino. ¿Lo hacés para ayudarte en el desarrollo de sus historias, como un guiño al lector o ambas cosas?
—Yo creo que es como un guiño al lector. Pero al mismo tiempo, una de las cosas más difíciles de escribir novelas es poner nombres: puedes poner un número telefónico y seguro que existe alguien. Tú pones el nombre de un personaje que es pedófilo y quizás te salta que el nombre existe. Los apellidos son González, Fernández… Entonces Dalia Fierro se iba a llamar Petra Mármol porque yo creía que Alicia Giménez Bartlett ya había dado por finalizada la serie de Petra Delicado. Pero justo Alicia sacó otra novela, entonces le puse Dalia, porque no hay ninguna Dalia Fierro. En el caso de Caronte García, el forense, sí, es un guiño. Pero ni Severo Justo representa a todos los policías ni todas las psiquiatras están locas como Dalia. Son personajes a los cuales vos le volcás cosas en beneficio de contar ciertas cuestiones que, a veces, sabés de que van y otras no.
Nadie se ahoga tres veces es otra de tus novelas que perfectamente podría dialogar con obras de Osvaldo Soriano. ¿Cómo trabajaste la historia y los personajes?
—Esta novela lleva conmigo diez años. En realidad, mucho más porque hay una parte que transcurre en Neuquén, a orillas del río Neuquén. En la novela, hay un chico adolescente que tiene algunos puntos en común conmigo… Compartimos ese lugar con los chicos más pobres de todos, esa zona del río en la que hay una isla flotando y que el río Neuquén frena. Ese chico vive en un barrio de clase media, plantado ahí en el medio; mira a las chicas, hay como un juego. Hay un pibe mayor que el personaje que también comparte algunas características con el hermano de una chica que me gustaba. Durante algunos meses, estuve acompañándolo en algunas tareas, no se si delictivas, pero un poco sí, para conocer ese mundo. Ahí quedó. Con la hermana nos dejamos y todo bien, amigos. Nos pegamos un susto y ella, que tenía más cabeza que yo, me dijo: “Es que me gustás mucho porque yo sé que vos querés irte de acá”. Si quedo embarazada, te vas a casar conmigo; mi viejo va a decir que sí porque le caés muy bien y te vas a quedar acá laburando con él. Lo que yo quiero es irme a estudiar otra cosa”. Me enseñó una gran lección. Eso es lo que quedó. Muchos años después, estuve en la Guayana Francesa, que es un territorio loquísimo, entre Brasil y Surinam. Estuve casi un mes ahí por un festival al que me invitaron y me quedé unos días más y es tal cual como lo cuento en la novela: hay un noventa y cinco por ciento de selva, cientos de miles de brasileños ilegales, cazadores furtivos de jaguares, explotación de oro, contrabando, todo lo que se te ocurra y, al mismo tiempo, es ciudad: las calles están bien pavimentadas. En cuanto a la moneda, los negros no tienen ni un mango. Hay un montón de gente viviendo en la selva. Conocí al jefe de policía nocturno y le pregunté cuántos argentinos legales hay allí. “Legales, cincuenta; ilegales quinientos”. Así se me ocurre la idea de dos argentinos: uno, que lleva mucho tiempo allí viviendo a su manera, que viene de mil guerras y, cansado de vivir, se quedó escondido en un mismo lado; otro, que desde hace cuarenta años era su amigo y hay una deuda de por medio. Entonces, este hace lo necesario para que el otro sepa que está en la selva, lo venga a buscar, y resuelva por él lo que no supo resolver. Ese acercamiento me sirvió para contar muchas cosas: una reflexión sobre la madurez, cuando empezás a mirar para atrás y, sobre todo, que los hombres seguimos siendo profundamente estúpidos. Las mujeres de la novela cometen errores, pero son sabias. Siempre digo que escribes sobre la vida según cómo la mires.