
Por Gisela Paggi
No es un autor lo suficientemente prolífico porque siente que podría escribir mucho más. En una obra de amplio rango, Luis Mey despliega un gran talento para narrar la realidad o, más bien, las realidades de las que formamos parte, con todas sus cotidianidades posibles e imposibles.
Conversamos por WhatsApp luego de que terminara una larga jornada como tallerista. Porque, Luis Mey, además de ser muy consciente en su oficio como escritor, acompaña a otros escritores en la tarea de dar forma a aquello que tienen para decir sobre el mundo.
De fondo, en sus audios, se escucha el Adiós, Nonino de Ástor Piazzolla. A la distancia nos preparamos, cada uno, su mate y hablamos sobre escritores y lectores.
He leído algunas de las entrevistas que te han hecho y, en muchas ocasiones, te definen como “autor prolífico”. Más de 40 novelas, ¿no? Es inevitable pensarte como un animal de la escritura. ¿Cómo es tu proceso de escritura? O, más bien, ¿cómo es un día en la vida de Luis Mey como escritor?
En principio no me siento prolífico, más bien me siento culpable de no escribir más. Ya me juzgo directamente culpable de no escribir más. A mí me gusta el acto de sentarme a ver qué sale sin juzgarlo necesariamente como obra publicada o factible de publicar. Ni me gusta tampoco ponerme en estado arribista para ver qué puedo hacer con lo que escribo, a qué concurso mandarlo. Me cura bastante de todo ese circo precisamente, el acto de sentarme a escribir. Por lo tanto, cuanto más escribo, más me libero de los fantasmas iniciales de ese tipo. Ya soy oficialmente huérfano así que me parece fundamental que ya no tenga que pasar revista de lo que hice a nadie salvo a mí mismo. Además no importan los libros. Desaparecen bastante rápido. Por lo tanto, un día mío es dar muchos talleres, tomar cantidades imperdonables de mate, seguir calvo (que es un deporte que hago muy bien) y acariciar a mi gatito nuevo. Después en algún momento de la noche, escribir una o dos páginas nomás, con mis canciones favoritas siempre.
Ya que mencionás que ayudás a otros escritores con sus respectivos procesos, ¿qué perspectiva sobre la escritura te aporta ese rol de docente o de guía?
Recientemente publiqué un libro que se llama “Y ni siquiera soy el mismo cuando escribo”, que es un ensayo narrativo sobre esas cuestiones y la dedicatoria que salió justo al final, minutos antes de mandarlo a imprenta, me parece que coincide con lo que pienso: que los alumnos me aportan la perspectiva de que lo mejor siempre está por publicarse. No creo en absoluto en eso de que lo mejor ya pasó. Me parece peligroso o, por lo menos, excesivamente burgués pensar que hubo épocas demasiado perfectas. Siempre habrá voces nuevas que renueven completamente las técnicas, los arcos, las sensibilidades. Y ver esas peleas en vivo y en directo cada semana a través de mis alumnos me recuerda que lo importante es escribir más allá de lo que cualquier crítico pueda venir a decir y que uno debe estar enamorado de ese proceso. Escuchar constantemente al cerebro creativo, y cada tanto, aplicar algo de cerebro administrativo para hacer eso que se llama corregir que es una forma de discutir, también, y que es bueno que tenga un acompañamiento.
En relación a ese acompañamiento, a veces pienso que estamos en una época de tendido de puentes entre lectores y escritores. Las redes sociales han colaborado en eso. ¿Qué te devuelve la interacción con el público?
Yo entro en contacto con los lectores (a pesar de que se trate de un libro mío) como lector también o como bibliófilo, como personas que acumulamos libros y no podemos evitar hablar de ellos, incluso cuando no los hayamos leído. Cuando hablan de mis libros hablan de un sujeto que está lejos. Por suerte los recibo como la persona que está escribiendo otra cosa. Hay una brecha entre el texto que escribo y la publicación. Por lo tanto, uno ya no es el mismo. Es un otro que está trabajando en otra cosa y cuando se entera de una lectura discute desde un nuevo lugar. Nunca uso esos comentarios como focus group ni nada por el estilo.
Hablando de tu literatura, por lo menos la publicada y la que los lectores tenemos a mano, es notable que cuenta con un rango narrativo muy amplio que pareciera abarcar todo un abanico de posibilidades en torno a la realidad pero casi siempre con una cuota de humor. Algo que pareciera estar en peligro de extinción o, por lo menos, ciertas formas de hacerlo. ¿Cómo te llevás con el humor?
Más que con el humor, diría que con lo lúdico. Con darle una vuelta de tuerca a la lógica de las cosas. Pero más que nada porque no me quiero aburrir. Ahora, en la adultez, me llevo mejor con cierta forma elegante de contar las cosas más soeces. Y después me gusta la ironía de vivir. A veces, el cinismo de estar vivo. Por eso creo que me llevo bien con las vueltas de tuerca. Creo que todo se basa en una noche en que me desperté siendo preadolescente, de trasnoche y, cuando voy a la cocina a tomar agua, a oscuras, con una hornalla encendida, fumando un cigarrillo, estaba mi madre. Me asusté y le pregunté qué hacía, si estaba bien. Y ella me contestó: “Sí, estaba hablando con mis fantasmas”. Me pareció hermoso eso. Cuando las cosas importantes pasan me parece que uno, más que temerles, los recibe con gusto. Así que estoy feliz de bailar con los fantasmas que heredé.
Esas vueltas de tuerca conviven con todos nosotros. Yo siempre pienso en la que considero una gran verdad de Luis Mey: “No escribe el que no quiere”. La realidad siempre alimentó a la literatura. ¿Qué lleva a un escritor a querer crear una nueva realidad o reinventarla?
Primero, la necesidad de convencer al otro de que convivimos con múltiples realidades, con universos amplísimos que se devoran unos a otros. Es un aleph infinito. Y ahí está la soledad del autor. En intentar explicar qué es la mirada de uno, que no es ningún invento ni ningún reinvento. Es una forma de ver el mundo y estamos solos con eso. Aunque suene terrible, a mí me divierte mucho. Me da una esperanza rara como si este fuera un plano, nada más, y que después viene una cosa completamente diferente donde uno convive con un Luis Mey que levanta bolsas en el puerto y es mucho mejor poeta que yo.
Voy a cerrar esta entrevista con un pedido: una mínima ronda de lecturas recomendadas para escritores que se están iniciando en ese oficio.
“Fantasmas”, la compilación que hizo Eduardo Berti para Adriana Hidalgo; “Las clases de Hebe Uhart” de Liliana Villanueva que editó Blatt & Ríos; y, por último, “Sobre algunos enamorados de los libros” de Philippe Claudel que publica Minúscula.