Las hermanas

La muerte le sienta bien. Su cabeza un poco ladeada, casi coqueta. Los ojos verdes abiertos con asombro infantil hacia el estuco descascarado que adorna el techo. Con los labios relajados en una sonrisa apenas insinuada, su rostro consumido ha adquirido un aire de joven picardía. Me sorprende lo mucho que vuelve a parecerse a ella, como si se hubiese liberado de un espantoso disfraz. 

Con una servilleta de papel le limpio las burbujitas transparentes que brotan de las comisuras de sus labios. Me acerco a olfatearla. Es verdad —me tranquilizo—, el veneno es inoloro.

Recojo la mesa de la cena. Café con leche, pan de molde, unas rebanadas de queso barato. Sus manos inertes reposan sobre el mantel de hule y tengo que levantarlas un poco para poder limpiar las migas y salpicaduras de su lado de la mesa. Suele comer con un desgano insolente, quejándose y masticando al mismo tiempo, de forma que gran parte de lo que se lleva a la boca se pierde en el camino. 

La dejo sentada a la mesa y apago las luces antes de retirarme a nuestro dormitorio. Me acomodo en su sillón orejero. Permito que mi cuerpo deje su forma en el relleno esponjoso del asiento. Prendo la televisión con el control remoto que guarda en una bolsita plástica, colgada del reposabrazos. Me cuesta encontrar el botón para cambiar los canales y volver a familiarizarme con su manejo. Navego, sin rumbo, disfrutando de las imágenes que se suceden a la velocidad de mi dedo. Me detengo en una escena que me llama la atención y no puedo evitar un gritito de júbilo al reconocer una de mis viejas novelas. Mi cuerpo se hunde aún más en la nube de espuma. Apoyo mis pies sobre el banquito frente a mí, atrapada en la trama cursi de amor y traición.  

Voy a la cama después de medianoche. A la luz del velador —que me niego a apagar— y arrullada por el zumbido del abanico —que por fin puedo reubicar para que sople en mi dirección—, duermo sin sueños ni sobresaltos.  

Abro los ojos, y veo cómo entra el sol por la ventana. Permanezco en silencio, como de costumbre, aguantando las ganas de orinar. Mientras aprieto las piernas con fuerza, estoy atenta al ataque de tos perruna que anuncia su despertar. Aguardo el sonido de sus pasos arrastrados hasta el baño, donde se plantará bajo la ducha, inmóvil y en silencio, hasta agotar el último resto de agua caliente. 

De pronto recuerdo. 

Salgo de la cama de un brinco, desafiando la artrosis en mis rodillas. Me desperezo, con un gusto casi pecaminoso, frente a la ventana abierta. Tomo una de las toallas buenas que ella guarda con celo en su lado del ropero — anoche no alcanzó a enllavarlo— y me voy a bañar. Me dejo envolver por el abrazo amoroso de una ducha caliente, sin medir el tiempo y cantando a viva voz.

Cuando entro al comedor, me da un poco de fastidio encontrarla en el mismo lugar, con esa expresión atontada y sus manos inútiles apoyadas sobre el mantel. Me quedo un rato mirándola. Una naturaleza muerta en relieve.  

Parece una niña. 

Su inocencia recuperada me inspira ternura. Le beso la frente fría y paso mis dedos por su cabellera rala, igual que lo hacía nuestra madre cuando éramos unas chiquitas soñadoras.

Viéndola así, estoy casi a punto de perdonarle todo lo horrible de lo que es capaz. Me pregunto qué habrá pasado con sus sueños, cuándo decidió hacer de nuestras vidas una pesadilla, cómo he terminado yo aquí. 

Meto la mano en el bolsillo izquierdo de su vestido y extraigo el pesado manojo de llaves ensartado en un aro de metal. Tengo que probar varias veces hasta dar con la que abre la puerta del zaguán. 

Paseo mi mirada sobre la calle que me vio crecer. Me cuesta reconocerla. Una gruesa capa de asfalto divide las dos aceras, a lo largo de las cuales se alinean tiendas y oficinas de amplios cristales, edificios con portería y algunos cafés con marquesinas de colores dando sombra a sus vitrinas. Nuestra casa, con su pintura desconchada y sus ventanas selladas con tablones, desentona con tanta luminosidad. Luce siniestra. 

Dudo un momento, y vuelvo mis ojos hacia el interior. Puedo ver la silueta de mi hermana a través del calado, sentada a la mesa, ajena al dolor humano. 

Me sacudo un poquito desde los hombros para animarme. 

Tomo su abrigo de un gancho solitario en la pared y cuelgo ahí mismo el pesado aro de llaves. 

Tranco la puerta por dentro, antes de cerrarla detrás de mí, tratando de no hacer ruido al salir. 

Publicado en el libro Salida de Emergencia, Monica Riascos Weber, Encino Ediciones, Costa Rica, 2024

Biografía

Mónica Riascos Weber nació en Buenos Aires, y estudió Traducción e Interpretación, Psicología y Psicopedagogía. Vivió en Argentina, Alemania, España y Colombia, y desde 1996 reside en Costa Rica con su familia. Sus relatos breves “María” y “Alemana en Macondo” fueron finalistas de los concursos del Club de Escritura Fuentetaja. Ha sido miembro activo de los talleres de las escritoras Carla Pravisani, Catalina Murillo y Clara Obligado. En julio 2024 publicó su primer libro de relatos, Salida de Emergencia, con Encino Ediciones, Costa Rica.
Los que leyeron este relato, opinaron...

No hay ninguna opinión todavía. ¡Escribe una!