Amanda maneja por una ruta desolada. A pesar de que hizo ese recorrido una sola vez en la vida, su memoria selectiva hace que recuerde detalles sin importancia. El esqueleto oxidado de un cartel que el viento se ocupó de arrancar, o el rancho triste que parece haber nacido de la tierra a la par de los árboles. En su momento, hace muchos años atrás, lo hizo en el sentido contrario. En ese entonces no iba al volante. Tenía nueve años y estaba sentada en el asiento de atrás. A su lado una asistente social le preguntaba cuál era su gusto de helado favorito, si le gustaban los perros y qué dibujitos miraba en la tele. Ahora no hay nadie que distorsione sus pensamientos y las imágenes de su mamá se materializan como las nubes grises que la acompañan en el camino.
Si bien su pie se mantiene firme sobre el pedal del acelerador, no puede dejar de preguntarse si será capaz de volver a cruzar la puerta de la casa a la que se dirige. Que haya pasado a ser su propiedad, no significa que sea suya. No sabe qué se necesita para que algo se vuelva propio. La naturaleza nos obliga a ser hijos del cuerpo que nos engendra y Amanda no puede dejar de pensar en el cuerpo de su madre. En la sombra que generaba cuando se paraba frente a ella y lo oscurecía todo.
Se negó a hacerse cargo del cajón, del entierro, de los papeles. No tiene idea a dónde fueron a parar los huesos y los músculos gastados que la mantenían en pie. Y ahora, después de veinte años, por primera vez se siente huérfana. Por primera vez siente alivio.
No sabe con precisión qué edad tendría su madre. Intenta imaginarla, dibuja arrugas en la cara que recuerda, añade manchas en la piel, torna canoso su pelo, encorva su espalda. La anciana frágil y débil que construye no logra conmoverla. Lo que llama su atención es volver a pensar en las marcas en el pecho que asomaban desde el vértice de su escote. En esas quemaduras es a donde fijaba la mirada de chica cada vez que la encontraba inclinada sobre su mesa de trabajo. Esa mesa en la que dibujaba los vestidos para sus clientas y que parecía ser su único espacio de sobriedad.
En ese entonces, como si fuera una maestra, repetía todo el tiempo que “la ropa es nuestra segunda piel. Incluso mejor, porque nos permite cambiar, ser distintos, ocultar todo lo que no nos gusta de nosotros.” Cuando decía esas cosas, lo hacía rodeada por los maniquíes que usaba para presentar sus modelos. Esos muñecos que parecían ser alumnos aburridos por verse obligados a prestarle atención. Amanda en cambio, la escuchaba fascinada. Con el tiempo pudo entender que ni la ropa, ni ninguna otra cosa hubieran sido suficientes para acortar la distancia entre ellas. La natural derivada de su falta de cordura y la impuesta por una sentencia dictada por un juez de menores. Nunca supo quién hizo la denuncia. Ella no había hablado con nadie, pero conservó la culpa de suponer que tal vez había gritado demasiado fuerte.
Fue el viernes previo a su cumpleaños número diez. Sería la primera fiesta que celebraría rodeada de chicos de verdad y no de aquellos maniquíes sin expresión. Botellas de gaseosa reemplazarían a las de licor, y los globos de colores a las copas rotas y las lágrimas llenas de reproches. Además, usaría el vestido rojo que habían diseñado juntas. Se había sentido feliz cuando su madre le pidió su opinión. Las dos habían definido el color, los volados en la falda y el largo hasta las rodillas. Con lo único que se había mostrado inflexible fue con los botones en la espalda cerrados hasta el cuello. “Todavía no estás en edad de andar mostrándola”, había sentenciado.
Cuando la vinieron a buscar para llevársela, ambas se mantuvieron inmutables. No hubo gritos, ni pedido de explicaciones. Nadie se paró frente a la puerta para evitar que las separaran. Amanda ni siquiera recuerda lágrimas. Su madre simplemente se sentó frente a su mesa de trabajo y se puso a dibujar como cualquier otro día. Seguramente intentando recuperar algo de la lucidez escondida detrás de las migrañas matutinas. La asistente social preparó un pequeño bolso con algo de ropa y le preguntó si quería llevarse alguna de sus pertenencias. Amanda negó con la cabeza. Lo único que todavía lamenta es no haber tenido la osadía de llevarse su vestido. El vestido que nunca llegó a estrenar.
Revive todo eso mientras maneja con la vista clavada en el camino y piensa que lo único que queda de esa época es la casa a la que se dirige. La semana próxima topadoras y maquinarias pesadas la tirarán abajo. Después se harán cargo de llevarse los escombros y dejar un terreno llano.
Renacido. Así lo dispuso Amanda, pero esa mañana algo la obligó a moverse. Sintió la necesidad de subir al auto y ver las cosas una última vez.
Llega a la entrada después de salirse de la ruta y tomar una calle de tierra sin nombre, apaga el motor y suspira. Mira a su alrededor e intenta encontrarse en alguno de los escenarios que se desprenden de sus recuerdos. Se ve a sí misma, con las trenzas que siempre llevaba de chica, sentada en la puerta o mirando por la ventana. Las imágenes le resultan artificiales, como si su presencia hubiera sido agregada en una edición sin esfuerzo. Un sabor agrio se le instala en la garganta ni bien apoya un pie en la tierra. Es como si todo se hubiera estancado el día en que salió arrastrada de la mano de la asistente social. Mira a su alrededor y se cruza de brazos. Sus dedos se tensan. Le gustaría ser capaz de cubrir su espalda y formar una armadura que la proteja por completo.
Desde afuera la casa parece abandonada hace años, las ventanas de arriba están tapiadas y de las de abajo cuelgan cortinas corroídas por el tiempo. Amanda se pregunta qué haría si viera salir a su madre en ese momento, ¿sería capaz de decir algo que importe? Dios sabe que le gustaría decirle muchísimas cosas, tantas, que seguramente no podría con ninguna. Camina mirando el piso, como si necesitara confirmar el avance de sus pasos. Llega a la puerta y antes de abrirla golpea los pies en la entrada. Pequeños pedazos de pasto y mugre se desprenden de sus tacos. Se plancha la camisa con las manos e intenta obviar el frío que siente en el cuerpo. Es ridículo, pero quiere verse bien, dar una buena impresión, aunque sabe que no encontrará a nadie dentro.
Se resiste al deseo de volver al auto y salir a toda velocidad. Repite una y otra vez que ya es una mujer adulta. Que pasaron muchos años. Que volver a ese lugar la va a ayudar a superarse y dejar las cosas verdaderamente atrás. Y por sobre todo, que lo hace movida por su propio deseo.
Aprieta los puños y siente el dolor que sus uñas le generan en las palmas. Antes de cruzar la puerta de entrada aspira profundo y da un paso sin soltar el aire. Al instante siente cómo la culpa la atraviesa. El sol entra tímidamente a través de las persianas a medio bajar, y las cucarachas salen en todas direcciones buscando escondite. Avanza reconociendo cada rincón. Vuelve a encontrarse con la mesa enorme cubierta por un mantel plástico, rígido, repleto de flores descoloridas. Alrededor, tres sillas de madera cruzadas por barrotes rectos en sus respaldos. En la cocina, junto a la pileta, hay un enorme cenicero repleto de colillas de cigarrillo apretujadas. Varias cayeron sobre el mármol. Sabe que al final del pasillo hay tres habitaciones: de un lado el taller de costura y el cuarto principal. Del otro, el pequeño espacio donde ella dormía. Le resulta curioso, pero no le sorprende volver a ver los maniquíes distribuidos en diferentes posiciones. Esos muñecos que, con el tiempo, fueron apareciendo cada vez más en las escenas cotidianas.
Los mira y le parece una locura haber normalizado su vida en ese lugar. Despertar cada día y encontrarlos por la casa; podría haber uno frente a la cocina simulando preparar la cena. Otro sentado en la mecedora frente a la ventana, como si fuera capaz de disfrutar de las flores del jardín.
Algunas noches todavía sueña con ellos. Su peor pesadilla deriva de una mañana, cuando al abrir los ojos se encontró con un maniquí parado a centímetros de su cama. Estaba completamente desnudo y mantenía los brazos extendidos hacia ella. En esa postura parecía querer ahorcarla. No gritó, porque sabía que su mamá odiaba los gritos, más aún siendo tan temprano. En aquel horario todo se reducía a migrañas y antiácidos.
Igualmente, un rato después juntó valor y exigió explicaciones. La respuesta una vez más no había tenido sentido. Su madre, todavía con la voz pastosa, le había dicho que al verla dormir tan indefensa sintió que tenía que dejar a alguien que la cuidara.
Ahora camina por la casa y vuelve a descubrir esos muñecos vestidos con ropas tan derruidas como ellos. Algunos perdieron un brazo y parecen estar resignados en un rincón. Otros conservan una sola pierna y están acostados en el sofá o sentados en el piso. Los observa y descubre que ya no le generan temor. En su lugar siente indiferencia y esa sensación agria en la garganta que le produce picazón. Los mira como si estuviera en un museo donde exponen representaciones de su propio pasado. Una muestra en la que puede reconocer a amigos o familiares que su madre fue alejando y reemplazando, uno a uno, por esas figuras sin voz incapaces de contradecirla.
Avanza en una sola recta hacia el fondo del pasillo. Su cuarto es el único cerrado en toda la casa. La línea de luz en el suelo se expande y la golpea en la cara al abanicar la puerta. Su cama ya no está. En su lugar hay un ropero de madera. Varios rollos de tela están caídos en el piso. El ambiente es todavía más pequeño y húmedo de lo que recuerda. Cinco maniquíes están de pie formando una ronda. Todos representan cuerpos de niños. Están vestidos con ropa de juego, llevan bonetes de cumpleaños y guirnaldas de papel colgando de sus cuellos. Algunos tienen los brazos levantados. A pesar de sus rostros lisos y sin gestos, parecen esforzarse por transmitir una alegría con la que no cuentan. Un sexto muñeco está parado en el centro. En su cara tiene dibujados ojos, nariz y boca. Son garabatos temblorosos, pero claros. Sonríe y muestra los dientes. Es el único que tiene dos trenzas a los costados de su cara. La figura lleva puesto su vestido rojo. Amanda lo reconoce al instante. A diferencia del resto de la ropa, su vestido se ve nuevo, como si hubiera sido confeccionado ese mismo día. Camina rodeando la escena sin dejar de prestar atención a los detalles. Se siente un animal a punto de caer en una trampa que reconoce, pero no comprende.
Decide empezar por el ropero. Lo abre despacio y encuentra decenas de vestidos colgados prolijamente. Todos son iguales, todos son el suyo.
Toma uno al azar y lo sostiene en el aire, ahí están los volados, el rojo intenso y el largo hasta las rodillas. Cuando lo gira para buscar los botones, un terror profundo la transforma de nuevo en una nena asustada. La espalda está repleta de agujeros circulares, quemaduras simétricas y perfectas. Lo suelta como si le lastimara los dedos. No puede evitar sentirse igual de frágil que aquel pedazo de tela amontonada en el piso. Se acurruca y cierra los ojos con fuerza, se tapa los oídos. No le hace falta confirmar que todos los demás le devolverán la misma imagen. Tampoco necesita desabrochar el vestido que lleva puesto el maniquí que sonríe. Sabe que al hacerlo, encontrará las mismas quemaduras concéntricas, exactamente iguales a las que ella lleva en su espalda.