Cuento antologado en el Concurso "Silvina Ocampo"

Amor sereno

¿Viste qué lindo uniforme? En realidad es de policía, lo compran ahí en Moreno, enfrente de la Federal, le ponen el parche de Seguridad y el de la empresa. El arma del logo no me gusta, pero la verdad que es abrigado, a veces levanta fresco y ni lo siento. Esperame un segundito que dejo un mensaje.

Beba, mi amor. No hay drama, lo dejamos para otro día si mañana no podés. Tengo el túper en la garita, cuando nos veamos te lo llevo.

Riquísimos los fideos. Tirame las opciones de cómo venís que en un ratito me fijo en la agenda, ahora no puedo que estoy con una gente. Besito grande, mi amor.

Perdón, era del otro laburo, ¿De dónde me dijiste que eras? ¿Cronista de Zona Norte? Qué lindo. No conozco. Claro, independiente. Ah, está en Internet. Mirá vos. ¿Y por qué me quieren entrevistar? ¿En serio? ¿Hablan de mí? Increíble. ¿Vas a grabar? ¿Con cámara y todo? ¿Y después dónde va? Claro, YouTube. Ahí está todo. Yo aprendo mucho en YouTube. El otro día quería hacer budín de zanahoria, entré y pensé fah, cuántos videos. ¿Empezamos? Dale. No vas a poner mi nombre igual, ¿no? Te lo digo, pero para vos. O sea, después cambiálos todos, porque no quiero quemarme, ni a mis clientas. La discreción es parte importante de mi servicio. Arrancamos. Yo me llamo Pablo, estoy en la garita desde hace, dejame pensar ¿diez años ya? No, más. A ver, pará. Entré en dos mil nueve. No, ocho. ¿Trece años? Fah, cómo pasa el tiempo, eh. Yo tenía una ferretería en Maschwitz. Divina, bien puesta. A dos cuadras de la estación de tren. Era de mi viejo, él se murió y yo la seguí con mi hermano.

Pero fundimos. Porque no invertimos, ahora me doy cuenta. “Hay que invertir en el negocio de uno”, así decía mi viejo. Si lo hubiera escuchado.

Yo estaba en la lona y qué pim que pam una tarde me llama el Negro Robles, un amigo de toda la vida, íbamos a los bailes del Club Quilmes, una persona maravillosa. Me dice: Pablito, la empresa de seguridad con la que laburo necesita alguien para una garita, y pensé en vos. No, estás loco, yo no sé disparar pistolas, no estudié nada para combatir, ¿me entendés? O sea, hice dos meses karate de pibe, porque me gustaba Bruce Lee, un mano a mano me lo banco, pero si se arma quilombo no puedo defender a nadie. No, Pablito, no tenés que llevar arma, es para vigilar, nomás, si se arma bardo avisás y te quedás en el molde. Encima es tranqui, no pasan ni autos, te rascas todo el día, tomás algo, te comés unas empanadas, saludas a la gente, fumás un pucho. Andá, dale. Con mi mujer estábamos en la lona, debíamos tres meses de alquiler, las nenas necesitaban cosas para el colegio, un desastre. Bueh, vamos a ver qué ofrecen. Me voy a la oficina ahí en Barrancas, donde está ese parquecito divino, con la loma.

Qué hermoso lugar, todo verde. Me junto con Roberto, el Jefe de Garitas, una persona excelente. Me dice que el negro le habló bien de mí, que piqui, paca paca cerramos números y firmo. En el horario que nadie quería, por eso andaban desesperados. De doce de la noche a ocho de la matina. La gente se me queda dormida, se cansa y renuncia, yo necesito alguien que tenga aguante y que sea de confianza. Tranquilo, Robertito, le dije, yo puedo estar dos días sin dormir y estoy atento. Es verdad, eh. Lo tengo en los genes, viste. Mi viejo podía estar cuatro días sin pegar un ojo y funcionaba bárbaro. Cuando quería reformar el negocio, compraba toda mercadería nueva, pintaba, arreglaba y en tres días tenías un local nuevo. Era un talento que tenía el viejo, y yo lo heredé. Lo que sí, le digo, te quiero preguntar algo importante. ¿Cómo hacen con el baño? Porque mirá que yo tomo mucho mate. Es como un vicio que tengo, pero también lo hago porque hay que estar hidratado, porque somos 70% agua, ¿sabías eso? Y el otro 30 son los músculos, los huesitos. Increíble. Te confieso que me preocupa el tema del meo, le digo. Cagar no, olvidate. Se me puede armar una torta de chocolate en la panza que yo me la banco, te estoy una semana sin ir de cuerpo que no pasa nada. ¿Por qué? Porque mi viejo tenía buen aparato digestivo. Y eso también lo heredé. Con decirte que le sacaron medio intestino y seguía comiendo morcilla fría todos los días. Se levantaba a la mañana, cortaba pancito, morcilla fría y desayunaba eso. Con mate. Con azúcar. Riquísimo. Ahora que te lo cuento, me hacés pensar, sabés. Muchas cosas buenas me dejó el viejo. La ferretería, el Peugeot 504, mil veinte dólares, capacidad de aguante y un aparato digestivo diez puntos. Tranquilo, me dice Roberto, todos tienen cerca un baño químico. Pero vos tenés a la vuelta una estación de servicio, que es más cómodo. La empresa les da unos mangos y nos dejan usar el baño. Cuando te dan ganas, cerrás la garita, vas y hacés tus necesidades, volvés y listo. Yo feliz. Agarro. Me acuerdo el primer día, Jimena, mi mujer, me hizo unos sanguchitos con pan lactal, con una mayonesa de atún que hace ella, mezcladita con cebollita de verdeo salteadita, te chupás los dedos, los metimos en un túper, botellita de agua y pumba, me vine. Once y media estaba acá. Hablo con el que tengo que reemplazar, Facundo. Divino buen pibe, me explicó todo. Me dice dos tres boludeces y arranco. Me siento en la banqueta, conozco el lugar, para mí era como la cabina de una nave voladora. Tenía lucecitas, un estantecito, un celular de la empresa enganchado a una cadenita para que no te lo chorees, un caloventor, un calentador con jarrito. Todo muy moderno. Yo me había echado un buen cloro antes de viajar, para llegar livianito. Así que las ganas me vinieron tipo dos y media, tres de la matina. Cierro la garita, voy a la estación de servicio, me presento, me hacen pasar, vacío la torcaza y vuelvo. Todo piola. Pero lo que me di cuenta al toque, es que el problema iba a ser la sabiola. Como no hacés nada, te camina la cabeza todo el tiempo. Yo pensaba en la guita, porque en ese momento no tenía un mango, pero también se te ocurren boludeces, me acordaba de cuando era pibe, de mis viejos, o si venís con un quilombo le das vuelta todo el tiempo piqui piqui piqui. Y entonces tuve una revelación. Me acordé de la colimba. ¿La hiciste vos? No, vos sos pibe. Pero en mi época, hacíamos la colimba y cuando teníamos que estar de guardia, se llamaba “imaginaria”. Claro, porque te la pasas imaginando, te labura el balero. Mirá, vos, qué loco, las cosas que uno aprende. Así que dije: Pablito, tenés que hacer algo. Entonces ¿qué empecé a hacer? En casa me descargaba series, para no consumir los datos, viste. Pillo. Y me las veía acá en el celu, tranqui. Me vi todos los capítulos viejos de Cisiai, la serie. Muy entretenida. Son como treinta temporadas. También unas de los ochenta, que me gustaban a mí, Brigada A, El Auto Fantástico, una de los noventa, Martillo Hammer, como me hace cagar de risa el loco ese. Boludeces, nada serio. Para que te pase el tiempo, viste. Llegaba tipo doce, me iba a las ocho de la matina. Conocí poca gente, porque en esta cuadra no pasa nadie, y había mucha persona mayor. Gente que los hijos ya se le fueron y se quedan en esos caserones. Pobrecitos. Yo los miro y pienso qué casa más grande, qué difícil debe ser para limpiar. A veces caminaba la cuadra y si había alguna que venía de una reunión o estaba paseando el perro me saludaba. Pero en mi turno duermen casi todos, es como cuidar un geriátrico. Bueh. Cuestión que un día, me llama el Negro y charlamos, así un rato largo, que el hijo no sé qué, que la mujer tiene un cáncer pero ahí va queriendo y le damos a la charla taca taca, nos colgamos y salgo rajando. Llego y digo: epa, me olvidé de mear. Y había chupado como tres pavas de mate en el día. Doce y cuarto no daba más. Era temprano. Cierro la garita, tranquilo me voy a la estación de servicio. Y estaba cerrada. ¡Pero, la puta! Todo apagado, el baño con llave, parecía que la habían abandonado. Me puse loco, ¿cómo no me avisan, chabón? ¿Y ahora qué hago? La garita más cerca estaba a tres cuadras, tenía baño químico, pero tenía que alejarme mucho.

Vuelvo. Busco un balde, un jarrito, algo, pero no tenía nada. A la una de la madrugada ya no daba más, sentía la vejiga como un globo. Camino la manzana y voy pispeando arbolitos. A ver si hay uno grande, que no le dé la luz fuerte. Pero no, barrio de guita, está todo perfecto. Los árboles justito enfrente de las casas. Todo igual. Casa, árbol, luz. Casa, árbol, luz. Pero había uno sin luz. El de la Patricia, se había reventado el foquito.

La señora Patricia Sanguinetti. Que en ese momento debía tener ochenta y dos, ochenta y tres pirulos. Viuda del Doctor Rodolfo Sanguinetti. ¿Lo conocés? Cirujano. Lo operó a Monzón, le curó la muñeca para que pudiera volver a boxear. Una eminencia. A Patricia la había visto una o dos veces, que volvía de un cumpleaños de amigas, y me saludaba. Señor Sereno, cómo le va. Muy bien, muchas gracias. Cuestión que esa noche no daba más y pelo la figaza y suelto tratando de no hacer ruido. Me agarra un alivio. Cuando me doy vuelta, la Patricia me miraba por la ventana.

¡Una vergüenza! Esta le avisa a la empresa y cagué fuego, pensé. Me quedo sin laburo, no voy a poder pagar el alquiler y nos van a rajar, Jimena me va dar una patada en el orto por boludo. Pero no. La tipa me sonreía. Abre la ventana y me dice: el pis es malísimo para los arbolitos, señor sereno, porque es ácido y quema la tierra. Después no puede crecer nada ahí. Ah, mire usted, le digo, las cosas que uno aprende. Discúlpeme, fue una situación de fuerza mayor. Pasa que estoy jodido de la próstata, si no descargo me hace mal. Todo verso, pero se me ocurrió eso. Si me permite, le digo, mañana a primera hora le cambio la tierra, le traigo abono, todo. Me dice que no hacía falta, pero que, por favor, la próxima vez que necesitar el baño, pasara. Una vergüenza sentía yo, imagínate. Le agradecí, le pedí que no dijera nada, que me iban a rajar. Ella seguía sonriendo, me dijo que no me preocupara. ¿Y sabés qué dijo después? Pablito, ¿querés pasar a lavarte las manitos? Pilla. Dale, dije. Capaz hasta ligo un sandwichito, pensé. Que a la noche me entra la lija, pero de aburrido nomás, porque vengo comido y encima tengo la vianda. Bueh. Entro al caserón. Unas cosas, un lujo. Me dice: el baño está arriba. Ella estaba en camisón. Una cosa larga, rosa. Divina, yo la pispié, para que te voy a mentir. O sea, pensé: esta mina en su momento debe haber sido una bomba. Subo, entro al baño, que era grande como mi casa y mi patio juntos.

Me lavo las manos. Bajo y enfilo a la puerta. Pero Patricia estaba en el sillón y se había servido dos wiskis. Acompáñeme, dijo. Cuestión que me senté, me contó un poco de la familia, de unos estudios que se tenía que hacer, nos bajamos media botella y me la entró a chupar. A mí medio no se me paraba, yo todo avergonzado. Y un poco me hacía acordar a mi madre. Pero ella necesitaba unos mimos. No me iba a negar. Laburó lindo y cuando finalizó la cuestión ella pimba: me tira cien dólares. Generosa. Le digo que no, por favor, que no hacía falta, quién se piensa que soy, no vine para esto, Patricia, pero ella que sí, por favor, querido, te saqué de tu trabajo, ocupé tu fuerza productiva, y tu tiempo, dejame compensarlo.

Agarralo. Bueno, tuqui, adentro del bolsillo. Yo feliz, imaginate, ya me estaba ratoneando que cambiaba esa guita en una cueva y llenaba la heladera con carne, huevos, coca, todo. Además me daba miedo de que se enojara y me botoneara que me había encontrado meando. Listo. Tema cerrado. Vuelvo y ya le metí hasta que terminé el turno sin mear y todo relajadito. A ver, esperá que entró un mensaje. Una clienta, justo. Dame un segundito que le dejo un audio.

¿Qué hacés, Leo querida? Tanto tiempo, te acordaste de mí, qué divina. ¿Cómo te fue en Cancún? Qué lindas las fotitos que me mandaste, amor.

Yo acá, con un amigo, todavía no empecé el turno. Pero si querés después te llamo. Un beso amor, dale.

Una amiga de por acá, justo, que también visito para– ¿Sabés cómo se llama? Leopolda. Qué nombre increíble, como de prócer. Setenta y ocho pirulos, tiene. Esta no está tan bien, no se puede mover mucho, pobrecita. La familia la llevó de viaje, la tenían que arrastrar más o menos, parecía esa peli que mueven el muerto, ¿la viste? Qué graciosa. Si la pasan por la tele, la dejo y me la veo un rato. Bueh, ¿qué te decía? Ah, la Patricia. Sí, chupada, whisky, guita y chau pinela, me olvidé del tema. La empresa puso un baño químico en la esquina, así que ya no iba a tener que andar buscando árboles. Listo. Pasan tres días y tipo una de la matina tiqui tiqui, me tocan la ventana de la garita. Patricia. Buenas noches, Pablito, cómo te va, cómo está tu familia, bla bla bla y yo todo respetuoso. Muy bien, Patricia, cómo estás vos, lalala lalala. Entonces me tira: mañana hago reunión en casa y quiero que vengas. Pero mañana no trabajo, Patricia, es sábado, mi franco. Ay, qué pena, dice. Si no tenés nada que hacer me gustaría invitarte igual, te pagamos el remis ida y vuelta. Ah, podría ser pero no sé, le digo, tengo el bautismo de un sobrino que termina tarde. Todo verso, yo no quería ir. Entonces me tira: somos once amigas que hacemos una reunión todos los meses, y les hablé de vos.

Pilla. Me confundí, le dije, sabés que me parece que no tengo nada mañana, le digo. Venís entonces. Dale, voy. A qué hora. A las nueve. Dale, voy. Listo. Le pedí prestado un traje al Negro y tipo ocho me vino a buscar un auto que era un fierro. Llegué, besito de acá, besito de allá.

Divinas las once abuelas, gente maravillosa. Algunas de la zona, que ya me habían visto, y otras de más lejos. Comimos, me mostraron fotos de los nietos, garchamos. En la cama, más prolijo. Patricia las iba haciendo pasar por turnos de diez, quince minutos, para no hacerla tan largo. La tipa estaba en todo, impecable. Compró una caja grande de forros. Yo usaba siempre, eh. Todo muy cuidado. Por ellas, y por mí. Igual con algunas no había nada, besitos o unos mimos nomás, porque no se podían ni mover, pobrecitas. Pero con todas charlábamos divino, me contaban de cuando eran pibas, de sus maridos, de sus hijos y sus nietos, muchas tenían un montón de proyectos como si tuvieran veinte años, me volvía loco eso. Y a mí decían cosas dulces, me trataron bárbaro. Qué tiernas. Les hice precio, cincuenta dólares por cabeza, tenían toda la guita pero yo igual no voy a andar robando. Estuve con las once, sí. Pero no acabé con todas, obvio, te imaginás que si acabo once veces me quedan la patitas a la miseria y después tengo que laburar. Dame un segundito.

Andreíta de mi corazón, ¿cómo estás de las cataratas? El viernes al final no vengo, porque se recibe mi hijo y hace fiesta, ¿sabés? Pero el lunes, si querés, me queda un huequito, tipo siete, paso por tu casa, voy con los bizcochitos y nos vemos. Avisame así te lo guardo. Dale. Sí. Portáte bien.

Beso.

Andrea, divina. Cumplió ochenta y nueve la semana pasada. Está impecable, mejor que vos y yo juntos. Todos los viernes la visito. ¿Sabés que no puede comer nada con sal, pero me pide siempre un cuartito de esos palitos de queso, viste esos con el queso fundido arriba? Riquísimo. Una tarde se los bajó todos y le subió la presión, la familia hizo ir al médico. Yo digo, si capaz le queda poca vida, ¿no es mejor disfrutarla? La hacen comer gelatina, compota, como si estuviera internada, pero está en la casa. Se va a morir más rápido, pero de tristeza. Pobrecita. Bueh, ¿qué te decía? La primera reunión grupal, sí. La orgía geriátrica, le dice el Negro Robles. Qué hijo de su madre. Dos mil trece, creo. Me acuerdo que volví a casa con la guita y una bolsa llena de comida que sobró y que las pibas me regalaron. Duró hasta el miércoles de la semana siguiente.

Había tortilla española, ensalada rusa, panqueque salado con espinaca, divino. Ahí empezó una relación con todas ellas, yo estaba a la noche, tarde, pero igual a veces me traían a la garita túpers con morfi que le sobraban de otras reuniones, o si no hacía mucho frío venían y charlábamos un poco. Gente muy sola, viste. Y además te digo la verdad, después de esa primera vez que garchamos, yo dije: acá hay un negocio, ojo. ¿Sabés qué pensé? ¿Qué te diría tu viejo? Pablito, despertáte. Invertí. Aprovechá. Es una oportunidad. Así que empecé a venir afeitado, me compré un buen perfume. Llegaba más temprano a la zona antes de arrancar mi turno y si sabía que alguna estaba en la casa, pasaba y la saludaba. Hola, querida, cómo estás, necesitás algo. Porque no era solo garchar, yo les daba una mano con cosas que no podían hacer solitas, les arreglaba algo de la casa, las acompañaba a hacer un trámite. A una le cambié el termotanque, el hijo le venía diciendo que se lo iba a hacer y la tuvo seis meses a la madre sin agua caliente, pobrecita, tenés que ser desgraciado. La alegría de esa señora cuando nos duchamos juntos con el agua hirviendo.

Nunca me bañé con un hombre, me confesó. Qué amor. Esa fue Lidia. Que en paz descanse. Ah, esa es otra. Fui a los velorios de varias. Y algunas me pagaban para que las acompañara a velorios de otras amigas, que no eran de nuestro grupo. Claro, conocían gente de la edad de ellas, que se iban yendo. Es triste ir a un velorio solo. Y yo iba, cómo no voy a ir. Y si unos días no me hablaban me la aguantaba. Igual les decía que no me tenían que llamar todas las reuniones, si no querían, no me pasaba nada. Los martes, ponele, en lo de Lidia se juntaban a jugar bridge, ese juego tipo póker que juegan ellas. A veces se juntaban y no me llamaban. Y yo les decía que lo hagan, que cada uno tenía que tener su espacio.

Igual para mí que a veces después de estar conmigo se cansaban, pobrecitas. Pero otras veces iba igual y no garchábamos. Charlábamos, jugábamos a la lotería con cartoncitos. Lidia tenía una bolsita muy antigua con las bolillas de madera, la sacudíamos traca traca para mezclarlas y uno iba sacando los números. Cuando me tocaba a mí Lidia siempre hacía el mismo chiste, yo le daba traca traca traca a la bolsa y ella decía qué lindo que me sacudís la bolsa, Pablito. Nos reíamos todos, un espectáculo. Me enseñaron los nombres de todos los números. Porque los números tienen nombres, ¿sabías? El 33 es Cristo, el 48 es el muerto que habla. Ana, una de ellas, que era tana, lo decía en italiano. ¡Il morto qui parla!

Anita, qué divina. Le dio un ACV y no la contó más. Por suerte no sufrió. Bueno, salía el número y alguno gritaba el significado. 26, la misa. 68, los sobrinos. Después había otra, Alicia, que hacía una carnecita mechada espectacular. Un día confesó que la clave era el polvito con gusto ahumado que le ponía al final. Esa también me hacía chistes, Alicia era tremenda. Me gritó en la mesa ¿te gusta el polvito que te eché, Pablito? y una tiró una carcajada y se le cayeron los dientes, tuvimos que quedarnos quietos para no pisarle la dentadura, me agaché a buscarla debajo de la mesa, una locura hermosa. Tremenda carne hacía Alicia. La cocinaba en una olla así grande, tipo de regimiento, y duraba días, yo cuando había me comía dos o tres porciones. Era tan rica esa carnecita que un día dije “pero a esta carne hay que darle un número, che”, entonces agarramos la computadora, una imprimió la tabla de los números, y eligieron el 60, que es la virgen. Lidia dijo: cambiemos ese, porque acá ninguna es virgen.

Lo que nos cagamos de risa. Le dimos ese número y cada vez que salía el 60, decíamos “la carne de Alicia”. Pero acá el único que come la carne de Alicia es Pablito, gritaba Lidia. ¡Eran tremendas las pibas! Una más pícara que la otra. Alicia ya no está, Ana y Lidia tampoco. ¿Te digo la verdad? Las extraño. Uh, aguantáme.

Patrón, cómo le va. En un ratito ya entro. Todo bien acá. El viernes al final me lo tomo, ¿sabe? Ya arreglé con el pibe de la esquina de Maipú, me reemplaza él. Dale, paso y lo vemos ahí. Un abrazo.

Mi jefe. Yo le caía mal, o no tenía confianza, no sé por qué, de prejuicioso, me parece. Me quiso rajar. Me rajó, de hecho. ¿Sabés qué hicieron las pibas el día que no vine? Llamaron todas a la empresa y les exigieron que volviera, o daban de baja el servicio. ¡Esas son mis chicas! Este tipo, al principio si tenía que faltar, no me dejaba para nada. Ahora le aviso y me da todo. ¿Necesitás algo, Pablito? Al final tenés que ser un hijo de puta para que te traten bien. Bueh, ¿qué te decía? Eso, las primeras veces ¿Y vos me querías preguntar por eso que dicen que pasó? Sí, lo de la clínica.

Es verdad. Fue tremendo, ahora me río, pero en ese momento, te la regalo. Lo de María habrá sido después de seis meses. Yo había juntado buena guita y me estaba haciendo una casita en el fondo del terreno de mis suegros, con los dividendos de mi negocio. Le iba a meter dos pisos, parrilla, pelopincho grande, todo. Ese día era el cumpleaños de Amelia, que hacía una torta con vainilla con dulce de leche que era una locura. Le metía duraznito y la humedecía con el almíbar de la lata. Me daban una porción enorme con café con cuatro cucharadas de azúcar y yo quedaba encendido, con eso funcionaba toda la jornada. Y me tenían agarrado de ahí. Esa noche éramos pocos, cuatro o cinco. Estaba Amelia, la cumpleañera, estaba Gladys, que era dueña de las canchas de fútbol en Avenida San Martín, la Silvia, que tenía más de noventa y seguía orgullosa de sus tetas operadas, podés creer. En fin. Y estaba María, divina. Casada con el Capitán Valdéz, un criminal que en los setentas hizo de las suyas. No te voy a mentir, a mí me gustaba pensar que yo estaba cagando un milico. La vieja era bárbara. Muy gauchita. Se me prendía y no me soltaba, un amor. Nos acostamos, nos abrazamos y yo le entré y ella hay Pablito qué lindo y estamos tiqui tiqui tiqui y entonces ¡trac! La cadera. Podés creer. Lo que gritó esa mujer. Y lo que me dolió a mí, porque se me torció toda. Traté de salir, pero no había caso. Con la torcedura se me inflamó y nos quedamos abotonados. Vinieron las otras, la agarraron de los brazos y tiraban, tipo como cuando le tiran los brazos a Mel Gibson en “Corazón valiente”. Qué película esa, tremenda. Lo que lloré en el final. Cuestión que tiraban y tiraban y nada, nos echaron encima, de todo, para ver si salía, champú, detergente, Heno de Pravia, pero nada, ché. Estábamos prendidos. Entonces la agarré así de adelante, y la cargué.

Me tiraron una sábana encima para taparla, parecíamos un fantasma gordo, y me mandaron en un taxi a la clínica del hijo de Beatriz, una de las señoras. Ella arriba mío, tapada, toda nerviosa. Pobrecita. Entró en crisis de nervios, viste. Tenía miedo que se entere la familia, un desastre. Yo me cagaba de risa, le decía que se quedara tranquila, que estaba todo bien. Llegamos a la clínica de ¿cómo se llamaba el muchacho? ¿Pedro?

Patricio, algo con pé era. Beatriz tenía un marido oncólogo, muy prestigioso. Y el hijo también siguió medicina, ¿sabés qué era? Escuchá bien, deportólogo. Qué palabra, ¿no? El pibe tenía una clínica donde iban todos los jugadores de River cuando estaban medio cachuzos, se arreglaban las rodillas, los tobillos. Nos metimos por la parte de atrás, como dos famosos que no podía ver nadie. Y como ella estaba muy nerviosa, lo primero que hicieron fue dormírmela encima. Entramos, pichicata y pum, se apagó, como si la hubieran desenchufado. Me quedó así, arriba, parecía un bebito. Pobrecita. Me dieron corticoide, se me desinflamó y nos desabotonaron. Yo quedé bien, tuve que usar una pomadita un tiempo y al toque volví a laburar, pero a ella le pusieron una prótesis que salía como diez lucas verdes, me acuerdo. El pibe de la clínica, divino, hijo de Beatriz. Cuando nos íbamos, me hace, pst, me llama a un costado. Pensé que me iba a cagar a pedos, uy, dije, me va a denunciar, algo así. Pero no. ¿Sabés qué me dijo? Pablito, te tengo que agradecer, porque nunca vi tan contenta a mi vieja. Qué divino. No, el placer es mío, le dije, y además tu mami es un amor, tenés mucha suerte de tenerla. Sí, tendría que visitarla más seguido, me dijo, pero yo sé que estás ahí y estoy tranquilo. Olvidate, le dije, contá conmigo para lo que necesites. Un tipo de fierro. Unos días después me mandó con la madre un par de entradas para ver a Argentina en el Monumental. Palco preferencial, no sabés qué lindo se veía, ahí cerquita de la cancha, podía tocar a Messi con la mano. Fui con el negro Robles, la pasamos divino, comimos unas hamburguesas en la puerta. Y así fui creciendo. Mantuve el laburo de la garita para tener una excusa para venir a la zona, y es un sueldo más o menos digno, una base es una base. Tengo obra social, que es buena. Tiene ortodoncia y todo. Vacaciones pagas. Pero la guita grande es la otra.

Hola, bichito. Sí, acá estoy con el periodista, muy amable, buena gente. Estamos charlando del negocio. Hoy no voy a atender, mañana voy a la casa de Adriana, si me coses la camisita de mozo, mejor. Beso, mi amor.

Mi mujer. De fierro. Sabe todo, claro. Es que unos meses después que empecé, era obvio que estaba llevando una guita que no era de mi sueldo.

Y claro, escuchame: compré auto, revoqué las paredes, nos fuimos una semana a Chapadmalal a un hotel con pileta y comimos todos los días afuera, y antes siempre nos íbamos máximo dos, y a lo de un amigo que nos prestaba el departamento y estábamos a fiambre todo el día. Era obvio que algo raro estaba pasando. Una noche vamos a dormir, yo había comprado una tele cincuenta y ocho pulgadas, tremenda, cuando veíamos los noticieros parecía que estábamos adentro del estudio. La Jime se estaba poniendo crema en la mano, me mira y me dice: Pablito, ¿vos estás vendiendo droga? Pero no, mi amor, cómo pensás eso. Y hoy compraste dos kilos de asado, ayer trajiste una caja de vino finoli, en qué andás. Yo quiero saber si las chicas están en peligro, Pablito. Le iba a inventar toda una historia de que había encontrado una guita, pero dije no, loco. Donde hay amor tienen que haber verdad. Así que le conté. Todo muy maduro. Le dije, negrita, pasa esto, esto y esto. No te quiero mentir, porque te amo. Yo estoy contento, gano bien, les puedo dar todos los gustos a ustedes, la guita está en grone y es para nosotros. Me quedé esperando una cagada a pedos, algo ¿Sabés que hizo? Me dijo: vos sos medio gil, así que si lo vas a hacer, lo tenés que hacer bien. Y ahí nomás me armó una agenda. Abrió la compu y armó una planilla, una cosa de locos, porque ella laburaba en empresas y sabe de organizar y eso, me armó los turnos, fichas para cada una de las señoras, el teléfono, la dirección, a qué hora están, las cosas que le gustaban a cada una para atenderlas bien. Me ayudó a ganar más, te digo, sirvió. Me prepara la ropa, todo. Ponele, mañana voy de Adriana, que le gusta que vaya vestido de mozo. Camisetas, moñito. Se sienta en la mesa que pone toda paqueta, con unos manteles divinos, y ella usa un vestido de hace cincuenta años, y yo le voy sirviendo cositas, masitas, tortitas, café con leche y después en un momento a ella le gusta jugar como que nos miramos y terminamos arriba de la mesa, ella me tira lemon pie en el pecho, muy divertido todo. Un amor Adriana. Me ayudó a terminar el secundario, ¿te conté? Claro, porque yo llegué hasta segundo año, tuve que laburar. Una noche, estábamos en lo de Estela, creo. No sé, son tantas las chicas que me pierdo. Cuestión que una de ellas es escritora. Me trajo su libro. No te puedo decir el nombre, porque es conocida. Gracias, querida, le digo.

A la semana me dice y, Pablito, te gustó mi libro. Esa vez éramos diez, ya era verano, estábamos todos en bolas adentro de la pileta de la casa de Estela. Tiene una olímpica, con un sistema para calefaccionar el agua. Un lujo. Cuando arranca el calor, a veces después que garchamos nos metemos todos, comemos unas medialunas ahí, divino. Bueh, me pregunta y le digo: no, mi amor, perdonáme, te digo la verdad, a mí leer me cuesta mucho, porque no practiqué. Cuestión que me tiran de la lengua y taca taca les cuento que no terminé el secundario. Pero, Pablito, cómo no nos avisaste, nosotras te podemos ayudar. Claro, una había sido profesora de Historia, otra directora de un colegio, estaba esta que te digo escribía. Entonces me insistieron, que vos tenés que terminarlo, así podés progresar, tenés un horizonte, no vas a estar haciendo esto toda la vida.

En un momento me tiran: hacelo por tus hijas. Me mataron con esa. Cuestión que hace tres años, me anotaron ellas sin avisarme, en un acelerado online. ¿Sabés qué hicieron las hijas de puta? Mientras estaba en la habitación atendiendo a una, me sacaron el documento de la billetera para tener mis datos y pimba, me inscribieron y pagaron todas las cuotas adelantadas. Me armaron un mail, “el sereno más sexy arroba gmail”, qué hermosas que son. Yo hacía la clase online, y una vez por semana me juntaba con las tres estas que te digo, me ayudaban a organizarme, repasábamos, me explicaban las cosas que no entendía, divinas, la mano que me dieron. Y me copé leyendo, eh, se me abrió un mundo. Te despeja la cabeza, también. Viste esto que te decía que te labura el balero, resulta que me di cuenta que leer me ayuda a pensar menos, porque es como que tengo la cabeza ocupada en lo que leo, ¿me entendés? O sea, en vez de escuchar mi voz taca taca cuando leo hablo para adentro lo que dicen las palabras del libro y encima tengo imágenes, entonces tengo la cabeza muy ocupada. Una vez tuve que leer Shakespeare, me acuerdo, no entendía nada, y Estela me trajo un librito así chiquito, eran los poemas. Tampoco entendí. Pero los íbamos leyendo, ella me iba explicando lo que quería decir y en un momento loco, te juro, fue como que se me corrió una cortina, como si hubiera tenido siempre un anteojo negro y de pronto me lo sacaron, estaba leyendo algo y pensé: Fah, qué lindo escribe este tipo Como que se me abrió la cabeza, entendés, viste como cuando ves algo que nunca viste pero estaba ahí enfrente. No podía dejar de leerlo, se lo leía a Jimena en casa, ella me miraba con cara de qué es esa poronga, pero a mí no me importaba, iba con el libro de acá para allá. 154 poemas escribió el flaco. Tremendo. Mirá, me acuerdo un pedacito de uno: “¿Debo compararte a un día de verano? Tienes más belleza y más templanza”. Tomá mate. O sea, le dice a la mina que es luminosa, entendés, como que está más buena que un día lleno de sol. Qué grande Shakespeare, debe haber ganado minas con esa labia. Bueh, así estuvimos dos años. Cuando me recibí vinieron todas, alquilaron un Tren de la Alegría para llegar juntas, me regalaron un viaje a Bariloche, me tiraron harina, mis compañeros no entendían cómo era que yo tenía tantas abuelas. Me sirvió recibirme, me siento contento. Ahora estoy haciendo un curso que se llama “organización de finanzas para emprendedores”. Porque yo quiero seguir creciendo en mi laburo, viste. Y hay que invertir.

Hola, Paulita ¿Ya está? ¿Y cuándo? Lo siento mucho. Qué cagada ché, qué cagada. Gracias por avisarme. Tu mamá era una gran mujer. Sí, voy a ir. Pasame la dirección del velorio. Dale. Un abrazo.

Otro angelito que se va al cielo. Josefina. Y esto, ya que estamos en confianza, te lo puedo contar. Pero no grabes. Apagá. A Josefina, el hijo le pegaba. Pobrecita. Tenés que ser hijo de puta para pegarle a tu vieja. Era viuda. El marido también la fajaba. Jorge, otro reventado, borracho mano larga que todas las noches le daba murra. Me lo contó ella, porque después de hacer el amor como que se abrían conmigo, viste. Es como que estás más cercano a la otra persona digo, si más o menos hay afecto. Porque te digo, para mí es un laburo, pero la verdad que yo un poco las quiero a todas y me parece que ellas me quieren un poquito a mí. Yo también hablo lindo ahí, ojo eh. Yo les conté que mi vieja casi no estaba, que a mi viejo no lo conocí, que cuando llegaba del cole no había nadie y tenía que comer lo que había, que a mi hermanito lo pisó un coche. En fin, la vida. Josefina vivía sola, pero estaba muy grande, se veía venir que iban a tener que meterla en un lugar, algo, porque se caía. Pobrecita.

Tenía una hija, Paulita, que vivía en Río Negro y era una dulce, pero no se ocupaba porque estaba lejos. Y el hijo, que ya tenía como cincuenta años. Mario. Odontólogo. Respetado, tenía un consultorio muy bien puesto en San Fernando. Y odiaba a la madre, cuando iba de visita, apenas entraba la puteaba de arriba a abajo por cualquier cosa y así estaba todo el tiempo hasta que se iba con un portazo. Y ella siempre ligaba un bife.

Una piña, una patadita. Cuestión que una vez, Josefina se cayó en la casa y se torció el tobillo. No se podía levantar. Se arrastró el teléfono y llamó al hijo. Al de línea, porque a Josefina le costaba el celular. Nunca se acostumbró. ¿Sabés qué hizo el pibe? Entró a la casa, porque tenía las llaves, y la puteó veinticinco minutos mientras ella estaba en el suelo. Después, recién después, llamó a una ambulancia. La levantaron los enfermeros. Y cuando llegó a la clínica, la dejó. Lo llamaron cinco días al pibe, para que fuera a buscarla. Todo esto me lo contaba ella y yo iba juntando bronca, imaginate. A veces fantaseaba con que iba al consultorio, todo vestido con traje y decía qué tal, señor dentista, me hacía arreglar una carie y en el medio le metía el torno en el ojo. Locuras que piensa uno cuando tenés una bronca grande y te trabaja la cabeza. Una noche, estábamos con Josefina, mirando “Los Trece Escalones”, un programa muy entretenido, aprendés un montón. No estábamos garchando, estábamos tranquilitos en el sillón. Ella me había preparado una picada, un Cinzano, se había encendido un cigarrillo. En realidad, no podía hacer nada de todo eso porque se le disparaba la presión, pero yo le convidaba un quesito, una papita, algo para hacerse la boca, y conmigo fumaba.

Estábamos ahí de la manito y escucho la llave de calle. El hijo. Uy, qué quilombo, pensé. Dicho y hecho. Entra, nos ve, grita, putea, me dice a mí que me vaya porque si no llama a la policía, Josefina le dice que se calme, que no le estoy haciendo nada. Y empieza a llorar mi amiga. Me mató.

¿Viste llorar a una viejita alguna vez? Es terrible. Me destroza el alma. Entonces yo tiendo a consolarla vistes, la quiero abrazar y el tipo tac, me empuja. Ya no me gustó. Tranquilo, le digo, tu mamá está triste, vos estás sacadito, yo si querés me voy, no armés quilombo. Loco, vos quién sos, yo sé que te culeas a las viejas del barrio, sos un delincuente, te voy a denunciar, entró ahí a bardearme. Pero qué culiar, yo presto un servicio, salame le digo y se me viene al humo y sigue vas a ir preso, hijo de puta, y ahora devolveme la guita que le robaste a mi vieja y yo me voy alejando, viste, para no armar bardo y la mami le dice nene, dejalo y lo agarra del brazo y ahí el pibe se la saca de encima y la empuja y te juro yo hervía y encima la empieza a bardear, puta, si te viera papá. El tipo vuelve a mí, yo con las manos así arriba, diciéndole tranquilo, y me empuja otra vez y ahí ya vi todo rojo loco, no pensé, fue un instinto. Cuando me tira la segunda mano ¡tac! la agarro y se la doblo, un movimiento de karate perfecto, que había entrenado doscientos años antes, no sé, ahí me salió por puro instinto, y estaba tan enojado que seguí doblándole el brazo y en un momento se escuchó tipo una rama que se quiebra. Ahí lo mantengo abajo y para que no grite meto puño cerrado a la napia. Se arrodilla, la nariz chorreando porque le partí el tabique. Y dije, ya está, ya estoy jugado, así que tiro la próxima vez que toqués a tu mamá, te juro que te voy a buscar y te mato, ¿entendiste? Cómo lloraba ese muchacho, tenía dos cataratas en los ojos, como esos dibujitos chinos. Y se meo encima del susto. Hacía que sí con la cabeza. Lo levanto, le meto un último golpe así para terminar de educarlo, ¡tuc!, en la boca del estómago. Ese te deja sin aire, es tremendo. Le suelto el brazo y el tipo insiste, se me viene y lo empujo con tanta mala suerte que tropieza, cae y se da la espalda con la mesita ratona de mármol. El grito de ese muchacho, era como un chancho cuando los sacrifican, ¿escuchaste un chancho cuando lo están matando? Es infernal ese sonido, amigo. Te queda clavado como una astilla en la cabeza para siempre.

Bueh, el pibe no se podía mover. Todo torcido me dice que llame a la prepaga, le saco el teléfono del bolsillo y le digo que llame él. Yo la levanto a Josefina, la llevo a la cama y llamo al PAMI porque el forro del hijo le había dado de baja la prepaga de la madre. Se portaron diez puntos, es más vinieron primero ellos, cayó una médica venezolana muy amorosa, incluso lo quiso atender a él pero le dije que no, que aguantara.

Vino la ambulancia para el pibe y se lo llevaron. Quedó paralítico, se golpeó justo en la médula. Me querían dar quince años. Pero el deportólogo tenía unos buenos bogas que me ayudaron y zafé, quedó como legítima defensa. Que se joda, te pasa por pegarle a tu vieja. ¿Sabés que hizo Josefina unos días después? Me agradeció, porque el hijo no la iba a molestar más. Llamé a la hija y le conté, por suerte la piba se vino para acá y se ocupó de la madre. Que en paz descanse, Josefina querida. Qué generosa. Resulta que tenía varias propiedades y me dejó uno de sus departamentos. Me lo dijo Paulita, el otro día. Había cambiado el testamento y me dejaba un monoambiente. Me parece que lo voy a usar para atender gente, y quedarme a dormir algunos días, porque es acá cerquita. Así no tengo que viajar tanto los días que tengo garita. ¿Qué hora es?

Uh. Bueno, ¿vas a sacar fotos? ¿Me las mandás? Así me quedan cuando alguna me pide o la imprimo y se las regalo. Varias tienen fotos conmigo en la casa, al lado del retrato con los familiares. Que salga la camisita. Porque me compré vestuario y todo. Hay que invertir en el negocio de uno, ya lo decía mi viejo.

Biografía

Carlos La Casa es actor, escritor y director. Su novela Festival fue la ganadora del Premio Orsai. En dos oportunidades sus novelas fueron finalistas del Premio Clarín de Novela en 2015, y 2017. También obtuvo el Concurso Historias y Mitos de Buenos Aires, organizado por la Fundación El Libro. En teatro, ganador del CONTAR 3 y del Concurso “Nuestro Teatro” con El traspaso, con la que también ganó el Concurso “Escenas en Sintonía”, del Instituto Nacional del Teatro.
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