El que volvió del río

I

A mi hermano se lo llevó el río. Fue hace mucho. Lo vimos hundirse cerca del canal para buscar la pelota de goma con la que estábamos jugando, y ya no volvió a salir. Tenía once años.

Era un gran nadador. Papá siempre me decía que tenía que cuidarlo porque yo era el mayor, pero Mauro era el que mejor nadaba de los dos. En los días de calor no era raro que pasáramos la siesta tirándonos de cabeza en alguna de esas zonas de aguas calmas que se formaban entre las islas, donde las hojas de los sauces tocaban la superficie del río, o cruzando de una orilla a la otra en los tramos más estrechos. Mauro me ganaba siempre. Nos ganaba a todos. Íbamos con los nietos del viejo Roldán, que venían siempre para el verano, con los hijos de la maestra y con las mellizas Carlotti, que tenían cara de pájaro y tetitas como puños de bebé.

Lo otro que papá decía siempre era que al río hay que respetarlo. Todos los padres dicen lo mismo. Que no hay que tenerle miedo, pero sí respetarlo. Mauro ponía los ojos en blanco y un domingo que habíamos ido con el viejo se hizo el gracioso y antes de tirarse le dijo «permiso, señor río». Papá no dijo nada, pero al ratito nomás, cuando lo tuvo a mano, le metió un coscorrón que le dejó los ojos llorosos.

Y eso por qué, preguntó Mauro.

Vos sabés por qué, dijo papá.

Yo no sé si Mauro sabía. Mauro ya se había olvidado de lo que había dicho y tampoco había visto la cara que puso papá. Pero papá era así. De pocas palabras. Y algún que otro coscorrón para que las ideas terminaran de entrar. Cuidalo, me decía. Cuidalo al Mauro porque es un atolondrado. Pero yo estaba seguro de que papá exageraba porque Mauro nadaba mejor que cualquiera.

Por eso, la tarde que lo vimos hundirse detrás de la pelota, pensamos que se trataba de una broma. Que había nadado por debajo de la superficie y había salido por detrás de los matorrales de alguno de los islotes. Para asustarnos, para hacerse el vivo, qué sé yo para qué.

Lo llamamos a gritos y hasta le dijimos dale, Mauro, déjate de joder, salí de una vez. Pero todo lo que se oía era el canto quebrado de los pájaros, y el agua que corría sin tregua.

Dos pescadores en lancha se arrimaron al oír nuestros gritos. Uno se quedó y el otro fue por ayuda.

Yo corrí a buscar a papá. Estaba afuera, a la sombra de un árbol, trabajando en uno de sus motores viejos. Tenía la camiseta manchada de grasa y la piel brillosa. Apenas me vio venir supo que algo había pasado. Supongo que se me veía el miedo en la cara: en la respiración que me partía al medio las palabras, en el color ausente, en los ojos desmesurados o algo así. Porque no dijo nada, pero fue como si una sombra se le hubiera estacionado en la mirada para siempre. Se apagó de golpe. Sé que esto suena exagerado. Que probablemente estoy mezclando al padre que había de venir con el padre que recibió el sacudón de la primera noticia. O ni siquiera eso: el mal presagio, la íntima convicción de que lo que estaba a punto de escuchar lo empujaba a la desolación más absoluta. Pero estoy seguro de que lo supo apenas me vio venir, cuando yo todavía no encontraba las palabras para decirlo.

Soltó las herramientas y corrió.

***

Lo buscamos durante once días.

Habían venido vecinos, los de prefectura, algunos pescadores que oyeron la noticia y sumaron sus lanchas y canoas para meterse en los canales más estrechos y entre los pajonales de la costa. Buscaban desde la primera luz hasta que la oscuridad se tragaba todas las formas, y entonces tenían que darse por vencidos porque no había forma de seguir así, a ciegas, empapados y con frío.

En la costa habían alzado una especie de campamento, y a veces la gente traía algo para comer y combustible para las lanchas.

Papá no se movió del campamento. Ni siquiera volvía a dormir a la casa. Se la pasaba ahí, al borde del agua, fumando un pucho tras otro con la mirada perdida en algún punto incierto del río, o más allá de los árboles que se alzaban en la orilla opuesta, pensando quién sabe qué cosa.

Un día vino mamá.

Estaba cambiada. Arreglada, no sé. Como si la vida lejos de las islas la hubiera transformado en otra. Habían pasado seis años o algo así de la última vez que la habíamos visto. Se había ido una mañana de cielo enturbiado y aunque al principio volvió un par de veces un día dejó de volver. Ahora había aparecido de golpe y se mezclaba con la gente que trataba de ayudar porque no sabía qué otra cosa hacer. Porque no sabía, a lo mejor, ni cómo tenía que afrontar ese momento y ese dolor. La acompañaba un hombre de bigotes y lentes con vidrios como de lupa que se quedó a un costado, lejos de todo y de todos, sin soltar ni por un segundo la mano de una nena de vestidito rosa que parecía tironearlo todo el tiempo para ir detrás de mamá. Se le parecía un poco. La nena, digo, a mamá.

Papá se le plantó y le dijo que no tenía nada que hacer ahí. Que ya le iba a mandar a avisar cuando lo encontraran.

A mamá le temblaron los labios, pero no supo qué decir. Me miró buscando ayuda o quién sabe qué.

Yo bajé la mirada.

La vi alejarse con los ojos llorosos, y se escondió en el abrazo del hombre y la nena que la esperaban allá a un costado. Se fueron como habían venido y papá volvió a sentarse frente al río, a fumar y esperar.

***

A veces venía alguien y le hablaba. No sé si papá les prestaba atención o no. Se quedaba ahí, fumando, a lo mejor asintiendo con algún movimiento suave, como resignado, hasta que se percibía la silueta de algún bote que volvía y entonces se ponía de pie de un salto e iba a esperarlo a la orilla.

A pesar de todo lo que pasó después, hay días en que lo sigo viendo así. Los pies en el agua, esperando algo que le pusiera fin de una vez a esa vacilación de la muerte. Un cuerpo que le permitiera soltar la incertidumbre y entregarse el dolor.

Al final no lo encontramos.

Al final tuvimos que dejar de buscar.

II

Ahora éramos nosotros dos nomás.

Siempre había algo que hacer y al dolor, así, lo fuimos aplastando.

Teníamos un corral y una huerta chiquita. La cabaña era vieja y siempre había algo que reparar: una puerta que no cerraba bien, maderas flojas, clavos que poner o sacar. Y si no había nada urgente, papá decía que había que pintar una cerca, cambiar el tejido, cosas así.

Papá arreglaba embarcaciones y motores viejos, y después los vendía. Nadie sabía muy bien de dónde los sacaba. A veces eran botes auxiliares de algún barco más grande que iba a desguace, que el viejo conseguía rescatar a último momento para darle una segunda vida después de un par de manos de pintura y un poco de maquillaje acá y allá. A veces, lanchas con motores fundidos o embarcaciones a punto de irse a pique, tan agrietadas que nadie daba un peso por ellas. Y a veces alguna que otra embarcación de origen más dudoso con los nombres raspados y vueltos a pintar. Se las traía a remolque por los canales del río, haciendo olas que se trepaban a las orillas de barro y caña, y las fondeaba en un canal interno, estrecho y algo escondido, que corría en paralelo a la casa, y que era prácticamente invisible para los que navegaban por el cauce principal del río.

Desde lo de Mauro, no hacía otra cosa que trabajar y emborracharse. Por los ruidos sabía si era una cosa o la otra. No tanto cuando se iba hasta el fondeadero, porque ahí a los ruidos los apagaba el bosque. Pero sí cuando trabajaba en el tallercito que había montado atrás de la casa, porque entonces lo oía arrastrar bombas, motores, cuadernas y regalas en una carretilla destartalada, para lijar y reparar y desarmar los motores en un despliegue inverosímil de piezas que se desparramaban por la mesa de trabajo como si el verdadero propósito no fuera otro que superar el desafío de volver a poner cada pieza en su sitio. Los ruidos indicaban que papá trabajaba. La música, en cambio, le acompañaba el trago. Tenía un tocadiscos viejísimo que nadie podría decir cómo había sobrevivido, pero que todavía lo acompañaba cuando se le daba por poner alguno de esos discos que guardaba debajo de una mesada del taller. Ponía zambas, chacareras, algún que otro chamamé. Pero sobre todo unas zambas desconsoladas, con voces llenas de frituras pero todavía conmovedoras, que parecían flotar en el aire de esas tardes cansinas.

El trabajo y el licor lo embrutecían casi por igual. Volvía arrastrando los pies, preparaba algo para comer y después se sentaba a mirar las estrellas con un pucho que se le consumía entre los dedos. Hablaba menos que nunca.

Mejor.

Porque lo que dijo, una noche, fue yo te dije. Te dije que lo cuidaras. Así dijo. Y después se fue a sentar afuera.

Estábamos más solos. Y más lejos que nunca.

***

Pasaron los meses. El mundo parecía estancado en una repetición permanente. Cada día era igual al anterior. Hasta que algo ocurrió. Hay meses o a veces años que pasan como si estuvieran quietos. Pasan sin que nada cambie y de pronto un día todo es diferente. Pero uno casi nunca lo sabe hasta después.

***

La noche había caído hacía rato. Después del escándalo de chicharras del atardecer, todo se había hundido en una calma oscura.

Papá sacó la reposera afuera y se sentó a tomar un traguito de caña y a fumar sin apuro. En el piso de tierra estaban los restos del fogón de la noche anterior. Echó un par de leños nuevos y lo volvió a encender. Después fue en busca del tocadiscos. Lo trajo a la puerta de la cabaña y lo apoyó en una mesita algo desbalanceada, que se ladeaba cada vez que la tocábamos.

Yo me senté en la puerta de la cabaña para poder leer a la luz del foquito de la puerta. Mamá había dejado unos cuantos libros viejos y algunas revistas y papá, como sabía que a mí me gustaban, de vez en cuando me traía algunos más. Habíamos ido a la escuela por algunos años. Más yo que Mauro. Incluso después de que mamá se había ido. Pero un día no fuimos más: sabíamos sumar y restar y leer y con eso alcanzaba, dijo papá. Por entonces mi educación era eso: la vida en ese lugar a veces amable y a veces inhóspito, y una colección vieja de libros y revistas.

No sé qué leía esa noche. Sí sé que papá escuchaba esa canción que dice «Herida la de tu boca / que lastima sin dolor / no tengo miedo al invierno / con tu recuerdo lleno de sol» porque la cantó a media voz, y yo levanté la vista del libro, doblé la punta de la hoja por la que iba y me quedé mirando su silueta recortada en la penumbra. Desde que había pasado lo de Mauro no lo había vuelto a oír cantar.

Entonces vi la luz en el río. Un destello intermitente, que se encendía y apagaba en el medio de la nada.

Hay algo en el agua, dije.

III

Papá levantó la púa del tocadiscos y la noche se hundió en el silencio. Subió las escaleras hasta la veranda y miró para donde yo señalaba. Desde ahí arriba podíamos ver sin problemas la mancha oscura del río. Por un momento no vimos nada, y hasta pensé que lo había imaginado. Entonces el destello de luces que había visto volvió. Papá también lo vio.

Quedate acá, dijo.

Entró a la casa por un momento y salió con una escopeta cruzada a la espalda y una linterna en la mano. Lo vi alejarse a paso lento rumbo al fondeadero, alumbrando a sus pies. El camino le aparecía adelante como si lo inventara con ese rayo de luz. Después se lo tragó la noche.

Pasó como una hora o algo así. En la quietud de la noche los ruidos me iban contando la historia invisible que tenía lugar a lo lejos. Papá sacó la lancha por el brazo angosto que unía el fondeadero con el cauce principal y remontó el río hasta el origen de la luz. Me pareció oír voces y un rumor de maniobras. El ruido del motor me indicó que volvía. Supe, después, que había traído otro bote a remolque.

Cuando reapareció lo seguía una vieja encorvada que caminaba con pasos tan cortos que parecía tener grilletes. Como un prisionero antiguo o un esclavo. Tenía el pelo muy largo y totalmente gris y un parche que le tapaba el ojo izquierdo. La cara era oscura e incierta. La bruja tuerta le decíamos. Vivía en una cabaña aislada en el medio de una islita perdida, rodeada de monte salvaje. Decían que había víboras y gatos monteses y hasta los últimos yacarés de la región. Para los adultos era un vieja ermitaña y algo loca. Para los chicos era una presencia de fábula. Te va a llevar la bruja tuerta, decían todavía algunos padres. Los nietos de Roldán juraban haber tenido pesadillas con ella.

La miré con más curiosidad que otra cosa. Su aspecto era frágil y algo patético; sin embargo, su presencia me produjo un escalofrío. Un chal raído, de lana oscura, le cubría los hombros y la espalda encorvada. Me pregunté de dónde venía. Qué hacía en el río a esas horas de la noche.

Nada de eso parecía importarle a papá. O a lo mejor ya se lo había preguntado antes. Entró a la casa a colgar la escopeta y volvió a salir. Le indicó a la vieja que se sentara frente al fuego. Le ofreció algo para tomar.

Algo caliente, si tiene, dijo la vieja.

La voz chirriaba. Como si, en el fondo de su garganta, unos engranajes antiguos se hubieran puesto en marcha al momento de hablar.

Tengo café, dijo papá. La vieja asintió. Después señaló la botella que estaba al lado de la silla que papá había ocupado.

Con un chorrito de eso, si puede ser.

Claro.

Entró a la casa y se lo oyó abrir y cerrar puertas en la cocina hasta dar con la lata donde guardaba el café. Se apoyó en el marco de la puerta a esperar que estuviera el agua. Sacó un cigarrillo del paquete que guardaba en el bolsillo de la camisa, del lado del corazón, y lo encendió. Parado bajo la luz amarillenta de la puerta y envuelto por la súbita nube de humo del tabaco tenía un aspecto ligeramente fantasmal.

Puede dormir en el sillón, dijo. Por la mañana vemos qué se puede hacer con el bote.

La vieja alzó la cabeza. El reflejo de la fogata le endurecía los rasgos. La cara parecía de piedra, o de madera tallada. Asintió. Después me miró a mí. Esperaba un brillo de fuego en el único ojo sano, algo así. Lo que encontré fue cansancio. Todas las cosas que se decían de ella, de pronto, me parecieron ridículas. Por eso, a lo mejor, le dije lo que le dije.

Usted es la bruja tuerta.

Se rio, o tosió, o las dos cosas. Era difícil saberlo.

Ustedes son los del ahogadito.

Papá había entrado a servir el café. La vieja había extendido las manos hacia el fuego. Tenía unos guantes roñosos, con las puntas de los dedos cortadas. Los dedos que asomaban parecían ramitas secas.

Quise decir algo, pero no supe qué.

Papá llegó con el café. Cuando la vieja tuvo la taza entre las manos, le echó también un chorrito de caña. Antes de sentarse puso música otra vez, pero bajó el volumen. Nos quedamos los tres callados, absortos en el movimiento de las llamas en el fuego. La noche nos envolvía sin apuro. Después, papá empezó a hablar un poco, cada tanto, pero más como si lo hiciera consigo mismo que como si estuviera conversando. La vieja era más callada que papá. Asentía, o negaba con un movimiento solemne. A veces papá hacía una pregunta y la vieja nomás decía «ya sabe», o chasqueaba la lengua en un gesto vago, que tanto podía ser de afirmación como lo contrario. Papá asentía y pensaba un momento. Siempre hacía lo mismo. Se tomaba un momento para pensar, como si la vieja acabara de revelarle, con ese gesto desganado, una verdad universal. Entonces, en algún momento, papá dijo lo de Mauro.

Tenía un hijo que se llevó el río, dijo.

No sé para qué lo dijo. Igual la vieja ya lo sabía. El ahogadito, le había dicho.

La vieja asintió, como siempre. Pero esta vez dijo algo más. Alzó la mirada y ahora sí las llamas de la fogata le bailaban en ese ojo solitario.

Usted quiere saber.

Papá lo pensó.

No, dijo al fin. Yo lo que quiero es que me lo devuelvan.

El río no devuelve, dijo la mujer. El río siempre trae otra cosa.

Papá se encogió de hombros. No miraba a la mujer, sino a las llamas. Apenas se oyó lo que dijo después.

A mí el río no me trajo otra cosa que esta pena que no se acaba.

Nos quedamos en silencio los tres, leyendo el mensaje secreto que dictaban las llamas en el misterioso idioma del fuego. Tan quietos que la música se terminó y el disco todavía estuvo girando un rato más, perdido en ese centro vacío, mudo y persistente, interrumpido apenas por el chasquido de la púa, que saltaba y volvía a caer, sin que nadie hiciera nada. La vieja entonces se sacó uno de los collares que le colgaban del cuello. Parecía un colmillo o algo así. Lo escupió y se lo dio a papá.

Por la ayuda, dijo.

Le miró la mano sin asco.

Para qué sirve, preguntó.

No sé. Para nada. Para muchas cosas. Creo que depende de lo que cada uno quiere o puede hacer con eso.

Fue la frase más larga que le escuché decir en toda la noche. No sonreía. En la palma abierta, el colmillo brilló a la luz de la luna. Papá lo agarró y yo casi sentí la baba de la vieja empapando el amuleto. Lo apretó en el puño. Nadie habló más en toda la noche.

Cuando me levanté la vieja ya se había ido. Papá dijo que lo del motorcito era una pavada.

El día pasó sin sobresaltos.

A la noche escuchamos ruidos cerca de la puerta y cuando papá abrió Mauro estaba ahí. Empapado como si acabara de salir del agua. Un charco se había formado a sus pies.

IV

Los ahogados tienen ojos blandos, acuosos, muy negros: son pura pupila. Son ojos que no dicen nada. No transmiten alegría, ni tristeza, ni enojo; sin embargo, son como el centro en torno al cual parece haber cobrado forma todo lo demás. Una piedra oscura del fondo del río. La cara blanca, el pelo que flota lenta y pesadamente en el aire, los dientes feroces: todo lo que rodea esos ojos blandos y acuosos de pupilas oscuras parece haberse adherido después. Por eso, supongo, los ahogados provocan esa sensación más de desconcierto que de miedo.

Encima no hablaba. Ni siquiera parecía pestañear. Simplemente permanecía así, con aspecto de no saber dónde estaba ni cómo había llegado hasta ahí. La piel brillosa como la panza de un pez. Tenía ojeras profundas y los ojos muy abiertos, acaso asustado o en estado de puro asombro. Las dos cosas, a lo mejor. Cómo saber qué pasaba por esa cabeza de ahogado devuelto.

Papá trató de abrazarlo y Mauro se sacudió entre sus brazos. Abrió la boca para gritar, aunque lo que salió fue un borboteo extraño. Papá retrocedió: le mostró las palmas ásperas y callosas de sus manos. No te voy a hacer nada, dijo. Estás en casa. Estás bien. Dejó las manos extendidas en el aire como ante un animal desconfiado y esperó a que Mauro se moviera por su cuenta, despacio, con cautela, y se dejara guiar hacia el interior de la casa. Iba dejando un rastro húmedo por el suelo.

Estuvimos un tiempo largo sin saber qué hacer. Mauro se había acurrucado contra la pared. No respondía a ninguna de nuestras preguntas, aunque nos buscaba con la mirada cuando le hablábamos y eso nos daba la ilusión de que algún tipo de comunicación era posible. No estábamos seguros de que nos comprendiera del todo, pero algo en nuestros tonos de voz —un registro remoto, tal vez, una sensación casi olvidada— parecía apaciguarlo.

Estás en casa, seguía diciendo papá, estás en casa. Vas a ver que todo vuelve de a poco.

Lo llevamos al baño y lo desvestimos entre los dos. Nos costó trabajo porque se retorcía y trataba de soltarse todo el tiempo. La piel era húmeda y fría. Papá lo envolvió con un toallón y lo secó amorosamente. Mauro dejó de sacudirse, pero respiraba con una agitación que te ponía los pelos de punta. Se dejaba hacer, torpe y entumecido, como si no entendiera del todo los mecanismos de sus propias articulaciones.

A medida que lo vestíamos se mojaba otra vez. Para cuando terminábamos de ponerle una prenda, la anterior ya estaba húmeda y pegada a su cuerpo. Lo dejamos así: parecía no molestarle.

Fuimos hasta la pieza. La cama continuaba en su lugar, formando una L con la mía. En los estantes estaban sus cosas favoritas: un autito rojo, unos largavistas, una brújula, una navaja antigua y oxidada que una tarde había encontrado en un bote abandonado. Mauro se acercó y, por un momento, clavó la vista en los objetos.

Son tus cosas, ¿te acordás?, dijo papá. En su voz había algo que estaba a mitad de camino entre el ruego y la ilusión.

Mauro alzó un dedo, tocó la brújula, y lo retiró de inmediato.

No había forma de saber si las estaba reconociendo o las veía por primera vez.

***

¿Por qué? ¿Cómo?

Papá se encogió de hombros. A veces resolvía todo así.

Eso mismo me pregunté cuando se fue, dijo, y nunca encontré una respuesta. Tampoco creo que las encuentre ahora que volvió.

***

Yo no quería dormir solo con eso.

No le digas eso, dijo papá, es tu hermano. También dijo que era importante que se fuera reencontrando con las cosas que habían formado parte de su vida, que todo se pareciera lo más posible a como era antes. Que durmiera en su pieza, que usara su propia cama. Igual insistí: no quería estar a solas con él. Papá se trajo una colcha y se tiró en el piso.

Mauro, sentado en la cama, nos miraba todo el tiempo con esos ojos oscuros y desmesurados. La luz del velador le confería un aspecto ligeramente etéreo, como si no estuviera del todo ahí. No había nada oscuro o amenazante en él —el gesto era neutro, casi ausente; los movimientos rígidos; la respiración imperceptible— pero te erizaba los pelos de la nuca. Papá le hablaba con un tono bajito y amoroso, aunque creo que él también se sentía algo incómodo porque la voz le vacilaba al final de cada frase, con ese temblor con el que se mueven las cosas en equilibrio un segundo antes de afirmarse o caer. Al final apagó la luz. La silueta oscura de Mauro, sentado en la misma posición, era incluso peor.

Creo que ninguno pegó un ojo en toda la noche.

***

Temprano, cuando la luz del sol empezó a meterse por la ventana, Mauro se movió. Había estado toda la noche en el mismo lugar, sentado al borde de la cama, como a punto de pararse. Pero cuando la claridad del día se desparramó por la habitación se fue desplazando hasta esconderse bajo la cama.

Qué pasa, hijo, preguntó papá, adónde vas.

Mauro se apretaba contra la pared. Tuvimos que tirarnos al suelo los dos para verlo. Ahí, en la penumbra tibia que lo envolvía, los ojos parecían brillar. Papá estiró la mano hacia él.

No tengas miedo, dijo.

Miró la mano, pero no se movió.

A lo mejor es la luz, dije yo. Afuera había un cielo incierto: lo único que se veía por la ventana era una niebla espesa que desdibujaba las formas. Papá miró a su alrededor, como si recién entonces se hubiera dado cuenta de que se había hecho de día. Se puso en pie y cerró los postigos. Una luminosidad difusa llegaba desde el pasillo que llevaba a la cocina, y se colaba por las rendijas de los postigos de madera, pero todo se había vuelto opaco. Como bajo el agua. Como las zonas en sombra bajo el agua.

Me pregunté si de verdad había vuelto Mauro, o nosotros nos habíamos ido con él.

V

Pasaron un par de días y seguía como la primera noche. Nomás nos miraba con esos ojos de animalito asustado, tocando las cosas como si quisiera comprobar que fueran reales, escondiéndose en los armarios y otros sitios oscuros, acostándose por horas en la bañera vacía que se llenaba poco a poco con el agua que salía de su propio cuerpo. Papá se dio cuenta de esto y le mostró cómo abrir la canilla. Mauro le miró los movimientos sin la más mínima señal de comprensión, pero más tarde lo encontramos con la bañera llena. Se sumergía y pasaba las horas ahí, con los ojos abiertos abajo del agua. Papá una vez trató de sacarlo, pero Mauro se sacudió y se resistió e hizo unos ruidos que se parecían un poco a su viejo llanto. Así que lo dejó.

Encima la niebla se había quedado.

Una nube densa que envolvía la cabaña y el galponcito se extendía hasta la orilla. La niebla se prendía a las hojas de los árboles y bajo sus copas goteaba todo el tiempo una llovizna tenue. Duraba horas y horas. Mientras del otro lado del río el sol había despejado el horizonte hacía rato, sobre nuestra casa la niebla persistía como un recuerdo doloroso. Día tras día. Nunca habíamos visto algo así.

Qué tiempo loco, dijo papá.

De golpe lo dijo. Una mañana, después de varios días así. Había aparecido a mi espalda, en silencio, fumando uno de sus cigarrillos dulzones y picantes, mientras yo miraba desde la veranda de la cabaña esa nada turbia que escondía el mundo. Ni siquiera había hecho crujir las maderas del entablado. Y dijo eso del tiempo loco, propio de quien ve salir el sol después de una tormentita pasajera. Pero lo que teníamos nosotros era una niebla inexplicable e insufrible que se había estacionado sobre nuestra casa como una maldición o una peste.

Es el río, dije.

Papá no contestó. Pitó con rabia o cansancio.

Lo quiere de vuelta.

No digas estupideces, dijo.

Tiró el cigarrillo, lo aplastó como a un insecto venenoso y volvió a entrar.

***

Con el paso de los días los chanchos se pusieron débiles y algo flacos y las gallinas apenas si ponían huevos. Con la huerta no nos iba mejor: las lechugas salían mustias, con los bordes de las hojas oscurecidos y secos; los tomates no maduraban bien, a los zapallos y las calabazas les faltaban tamaño y color. Esa niebla que nos cubría lo estaba enfermando todo. Sin embargo, papá no hacía más que repetir que ya iba a pasar. Que la niebla iba a pasar, decía. Que Mauro iba a recordar. Que hacía falta tiempo.

Tiempo.

Pasaba un día y otro día y otro día más y papá no hacía más que esperar. Por la niebla, por la memoria de Mauro, sus palabras perdidas u olvidadas, su llanto, su risa, su voz. Por un gesto mínimo que nos ayudara a reconocerlo todavía ahí. No había caso. Mauro se mostraba lejano, ausente. No había vuelto del todo. A veces lo encontrábamos sumergido en la bañera, o escondido en el ropero. Si me despertaba por la noche lo veía sentado en su cama, mirándome en la oscuridad. O no lo encontraba y entonces abría el ropero y pegaba un grito cuando lo veía de golpe ahí.

Papá venía y se interponía entre los dos. Lo hacía de frente a mí: parecía protegerlo a él. Es tu hermano, decía. No te va a hacer nada. Al final me cansé y me llevé el colchón a la pieza de papá. Lo aceptó en silencio.

Pero también él podía explotar. Porque a veces perdía la paciencia y entonces le gritaba o le metía un coscorrón como hacía antes, para ver si le acomodaba las ideas y la memoria. Sobre todo cuando trataba de darle de comer en la boca, porque Mauro no mostraba el más mínimo interés por la comida. Ni siquiera cuando papá hacía alguna de sus comidas favoritas y trataba de dársela a la fuerza, en pequeñas porciones que empujaba inútilmente con el tenedor en la boca oscura de Mauro, que no hacía más que escupirlas sobre su propia barbilla.

Un día papá se cansó y le metió el tenedor casi hasta el mango. Tragá, carajo, le gritó. Mauro escupió la comida con fuerza y salpicó la cara de papá con un puré reblandecido y baboso. Papá estalló. Ese día había estado tomando. O no. O nomás estalló porque ya no daba más. O porque era ese Mauro, el que había vuelto, y entonces podía estallar así. Estalló y giró el tenedor como un puñal y lo clavó con fuerza en el dorso de la mano pálida de Mauro.

El tenedor se hundió. Yo grité.

La sangre era licuada y casi negra. Pero Mauro no hizo ningún gesto de dolor. Se miró la mano, simplemente, y volvió a mirar a papá. El viejo se había puesto blanco. Por un momento que pareció interminable se quedó ahí, mirándolo, sin decir nada. Después le arrancó el tenedor con manos temblorosas y tiró todo —el plato con comida, el tenedor, la olla— en la pileta de la cocina y se fue.

***

No se lo digas a nadie, dijo papá.

¿A quién se lo iba a decir? ¿Qué iba a decir? Si el Mauro de ahora nos daba un poco de cosa a nosotros, no quería siquiera imaginar cómo podían reaccionar las mellizas, la maestra o sus hijos, los nietos de Roldán o cualquiera que pusiera un pie en nuestra casa y se topara, de golpe, con un ahogado devuelto por quién sabe que fuerza sin nombre.

De todos modos, no había a quién decirle nada. La niebla nos había borrado del mapa. Oíamos pasar las lanchas, algún bote de vez en cuando, una que otra voz lejana, pero todos seguían de largo. Era como si, más que estar ocultos detrás de esa bruma apretada, no estuviéramos en absoluto.

***

No sé cuándo las cosas cambiaron. O por qué. Pero hubo un momento en que papá dejó de esperar que volviera el Mauro viejo. Lo aceptó así. Al que había vuelto del río.

A veces lo sacaba al claro, de noche, y lo sentaba con él a mirar el fuego como hacía antes, en esas noches de luna y zamba. Le contaba cómo habían sido nuestras vidas sin él durante todo ese tiempo. Lo hacía sin caer en la melancolía ni la autocompasión. Lo hacía, más bien, como esos viudos viejos que le hablan a una lápida o un retrato en una mesita de luz. Le contaba las trivialidades de nuestro día a día, las pocas noticias que teníamos de los demás, el día que vimos pasar a un hombre en una lancha ruidosa con un mono en el hombro y cosas así. Le hablaba de nuestras vidas planas. Del modo en que la luna colgaba algunas noches sobre el río, de los ruidos del bosque, del filo agudo de la soledad, de las formas vagas del agua en la noche y en los sueños. Le hablaba de las cosas que importaban y también de las que no. De cada una de las cosas insignificantes que se había perdido durante su muerte.

Y Mauro nada. Una presencia hueca a la luz alborotada del fuego.

Pero eso a papá le había empezado a bastar.

VI

Los días, otra vez, empezaron a ser iguales. Nos acomodamos a la penumbra adentro y a la niebla afuera, a la huerta enferma, a la soledad de esa vida brumosa. Papá había vuelto a trabajar con sus motores viejos y a veces yo lo ayudaba. Me gustaba aprender a desarmar y armar los motores porque era algo con reglas precisas, con límites que no se podían romper ni estirar. Supongo que era una actividad que nos producía una especie de alivio a los dos.

De noche nos sentábamos los tres en torno al fuego. Papá ponía música y hablaba. Le contaba cosas a Mauro, sobre todo, pero yo estaba ahí y era como si nos hablara a los dos. Contó que tocaba la guitarra cuando era joven, y a veces cantaba, hasta que una disfonía crónica lo bajó para siempre de los escenarios; contó que un día escribió una zamba y un tipo que había tenido una fama fugaz se la apropió, y la grabó en un disco que pasó sin pena ni gloria, pero que no le importaba demasiado —para qué me sirve una zamba ahora, dijo, y si la quiero la puedo cantar igual—; contó que un día se fue a vivir ahí, al medio de la nada, porque tenía que esconderse en algún lado pero no dijo de qué o de quién. Contó que ahí, a bordo de un bote y en el medio del río, se sentía como si no hubiera ningún otro lugar para él. Que a mamá le había perdonado lo que le había hecho a él pero no a nosotros; que antes de conocerla había amado a una mujer que se había ido con un circo, y que estuvo a punto de seguirla y hacerse domador de leones o equilibrista. Pero estoy seguro de que eso último se lo había inventado.

A veces ni siquiera se parecía a papá.

A veces pienso que podía hacerlo así precisamente porque le hablaba a Mauro que estaba muerto, y eso lo hacía libre. Yo nada más estaba ahí.

***

Entonces hubo un sábado. Creo que fue un sábado. Era de noche. Pudo haber sido cualquier noche. La niebla se abrió de golpe y otra vez vimos la luz vacilante en el medio del río.

No hubo que salir a buscarla: esta vez la luz vino a nosotros.

***

El bote se acercó a la orilla hasta quedarse quieto y una figura confusa, envuelta en las sombras de la noche, se deslizó entre los juncos y trepó hacia nosotros. La luna, clara y redonda, le alumbraba el camino. No hizo falta esperar a que se acercara para que la reconociéramos: su paso inconfundible, de pisadas breves y precipitadas, nos anticipó su identidad mucho antes de que la luz del fuego le iluminara la cara llena de arrugas y el parche en el ojo.

Papá le ofreció su propia silla. Era como si la hubiera estado esperando. No esa noche: era como si la hubiera estado esperando desde hacía mucho.

Hay más café, preguntó la vieja, como si fuera la misma noche.

Papá asintió. Y un chorrito de eso también, dijo, y entonces la que asintió fue la vieja. Antes de sentarse le dio tres golpecitos suaves en la cabeza a Mauro, como a un perro o algo así. Las llamas de la fogata le dibujaban luces y sombras extrañas en los pliegues de la ropa y de la cara. Parecía cansada, o triste. Se oyó la voz de un búho en el bosquecito que se alzaba más allá del claro. Papá volvió con la taza de café para la vieja.

Es bueno, dijo.

Hablaron como si hablaran solos otra vez: papá dejando algunas preguntas en el aire y la vieja llenando huecos con gruñidos o frases vagas. Era una forma de estar. A veces pienso que yo también podría haber sido así. Que si me hubiera quedado muchos años más ahí en las islas, viviendo a espalda de todo y de todos, encerrado en el universo nebuloso de esas noches calmas y días que se repetían como la arena de un desierto, podría haberme parecido todavía más a ellos. A la gente como ellos: hombres y mujeres de espíritu adusto, de oscuridades que vibran en silencio.

Ya es hora, dijo al final la vieja.

Papá asintió despacio, muy despacio, y con una voz que apenas se oyó por encima del crepitar del fuego, dijo ya sé.

Ya sé.

Eso dijo nomás.

VII

Para qué, dije yo. Papá había entrado a la casa sin decir nada. La vieja y yo nos habíamos quedado solos, cada uno con la vista clavada en las formas que dibujaba el fuego. Solos no: con Mauro también. Con el devuelto. Entonces le pregunté eso. Para qué. Ni siquiera estoy seguro de qué era lo que le quería preguntar. No alcanzaba a comprender del todo lo que estaba ocurriendo, pero sentí que nada de todo eso había tenido ningún sentido. Ese tiempo arrebatado al olvido que no había doblegado a la ausencia, esa vida sin vida, ese vacío.

Se encogió de hombros.

A veces las cosas no tienen una razón. A veces la gente hace lo que puede.

Papá volvió a salir. Traía, en la palma abierta, extendida, el amuleto del diente. La vieja se puso de pie despacio; yo la imité. El único que se mantenía inmóvil, ajeno a todo, era Mauro. Estábamos al lado del fuego y ahora a los tres nos envolvía un fulgor palpitante y algo irreal, como si fuéramos un sueño de nosotros mismos, la proyección de un sueño que Mauro tenía sobre nosotros. Papá alzó la mano que sostenía el colmillo. La vieja se inclinó como si fuera a mirarlo de cerca y escupió en la mano de papá. El fuego chisporroteó, como cuando se le echan granos de sal gruesa.

Se fueron un rato después. Cuando la vieja lo tomó de la mano, Mauro no mostró la más mínima vacilación. Sus espaldas se fueron achicando hasta volverse sombras confusas cerca de la orilla. El bote de la vieja apenas se veía: era una mancha negra en una noche de luna deslavada.

La oscuridad, por fin, se los tragó a los dos.

***

Cada familia tiene su pulso propio. Un puñado de gestos y actitudes cotidianas que ayudan a que pasen los días, los meses, los años, y que todo siga en pie. Mientras eso se mantiene, mientras ese pulso sigue latiendo, hay una luz que alumbra. Cuando mamá se fue, la luz fue como un fósforo que vacilaba en el viento. Pero encontró la forma de mantenerse encendida. Lo de Mauro, en cambio, nos había hundido en un pozo oscuro que lo apagó todo. Cuando se fue y cuando volvió. Pero sobre todo cuando volvió. No hubo talismanes ni nada a lo que aferrarnos sin perder nuestro latido y nuestra luz. Por eso al final seguimos adelante. Por eso papá volvió a desarmar motores que no funcionaban y yo a plantar cosas que a veces no crecían: porque era nuestra forma de seguir latiendo. La única manera de mantenernos a salvo de la oscuridad. La única manera de que algo volviera a arder.

A la mañana amaneció sin niebla. El mundo seguía ahí. Cuando salí, papá ya trabajaba sobre la mesa del tallercito. Un motor viejo y algo herrumbrado se había transformado en un montón de piezas sueltas que poco a poco iban a ir tomando forma otra vez. Yo me dispuse a trabajar en la huerta. Se oyó el ruido de unas ramas que se abrían. Una de las mellizas Carlotti surgió del medio del bosque y se frenó de golpe, como sorprendida de encontrarnos ahí. Luciana era. La que tenía las paletas levemente separadas, y los ojos un poco más grandes. La otra, que le pisaba los talones, se la llevó por delante y la empujó unos pasitos hacia el claro. Me pareció que se ponía colorada. A lo mejor era el calor, el sol de la mañana, el rubor de la piel encendida por esa capa finita de sudor que la envolvía y hacía que las pecas se le notaran más que nunca. A lo mejor otra cosa.

Hola, dijo, volvieron. No sabía si habían viajado o qué.

No contesté. ¿Qué le iba a decir? Ni siquiera yo lo sabía. A veces sigo pensando lo mismo que esa última noche en que la vieja vino y se lo llevó. Que de algún modo los espectros habíamos sido nosotros. Que de algún modo, por un tiempo, no fuimos más que el sueño que Mauro soñó desde el fondo del río.

Papá dejó las cosas y se quedó viendo. Se limpió las manos con un trapo sucio y miró a las dos chicas, y al cielo limpio y sin nubes, y después al río terso que arrastraba sin ganas algunos camalotes.

Vamos al mangrullo, dijo Luciana. ¿Querés venir?

¿A qué van?

No sé. Podemos hacer un picnic.

Me encogí de hombros. La hermana, desde atrás, bufó con impaciencia. Ya está, dijo, vamos. Se la llevó medio a la rastra, tirándole del brazo. Luciana me miró de nuevo y yo quise decir algo, pero no supe qué. Me quedé nomás viendo cómo se perdían otra vez en la hilera de árboles que bordeaban el río. No escuché venir a papá. Pero de pronto estaba a mi lado. Miraba él también a ese punto entre los árboles por donde las mellizas se habían ido.

¿Vas o no vas?, preguntó.

Y yo qué sé de picnics.

Ahora el que se encogió de hombros fue él.

Eso se aprende, dijo. Eso se aprende.

Biografía

Javier Núñez nació en Rosario en 1976. Es escritor y coordinador de talleres literarios. Ha publicado los libros de cuentos “La risa de los pájaros” (2009), “Praga de noche” (2012), “La feroz belleza del mundo” (2019) y “Cuando todo se rompe” (2020) y las novelas “Después del fuego” (2017) y “La música de las cosas perdidas” (2022); y otras obras narrativas como “Tríptico” (2013), “Postales de un mapa imposible” (2021) y “El pulso secreto de las cosas” (2022). Con su novela “La doble ausencia” obtuvo en 2012 el Premio Latinoamericano a Primera Novela Sergio Galindo, otorgado por la Universidad Veracruzana de México e “Hija de nadie” ganó en 2022 el Premio Casa de las Américas de Novela en La Habana, Cuba.
Los que leyeron este relato, opinaron...

Bello

He leído muchos textos pero pocos me quedan grabados modificando algo de mi. Este me giró en derredor sopesándolo. Suelo leer con escepticismo (porque ya me aburre la mayoría de lo que leo) por muy erudito y prolijo que pueda resultar, por muy “pulidito” que sea el estilo estudiado del escritor premiado.

Pero este, por muchos dias después de leerlo anduvo dentro mío hasta que noté que me había gustado, y mucho, por la belleza y la sutileza del mensaje que había dejado en mi una transformación

Pocos lo logran

Carla Sobrero

Atrapante

Una historia atrapante, con suspenso e increíblemente bien contada. No pude dejar de leerla una vez que la comencé.

Felicitaciones, Javier, por tu obra.

Felicitaciones, La Balandra, por haberla seleccionado.

Nelson A. Pandzic

Bellísimo relato

Felicitaciones Jorge Nuñez. Lo leí en el celular en la playa, donde el sol casi no te permite ver la pantalla, pero me resultó tan atrapante que lo terminé abajo de una toalla haciendo sombra.

Bárbara Raimondi