El viento imaginario

1. La primera persona

El viento imaginario empezó a hacerse sentir puntual en la fecha que los medios habían anunciado. La brisa tibia llegó desde el sur, con su carga de pasturas para ganado y abono, y se mezcló rápido con el aliento salado del mar. Pegajoso, alborotó cabellos, levantó polleras y desparramó números y letras del calendario de octubre. Yo tenía unos doce años y lo sentí en los ojos, que se me llenaron de polvillo, una nostalgia que no entendía y lágrimas, mientras jugaba a trepar los vagones de los ferrocarriles y saltar al suelo cuando se ponían en marcha.

Estábamos alertados por las noticias que nos habían llegado de las poblaciones vecinas. De todas formas, el fenómeno tomó a todo el mundo desprevenido. En mi familia las cosas cambiaron bastante rápido. Papá era viajante y la brisa lo recluyó en un pueblo con el nombre de un santo que jamás existió, a salvo de cualquier inclemencia, con otra familia. A la vieja, el viento la agarró justo al borde de un acantilado, ahí donde anidaban los pájaros carroñeros que en esos días graznaban como locos, sin que nadie los escuchara. A ella tampoco la escucharon, por culpa del silbido molesto de la borrasca. Unos pescadores, cansados de que se les enredaran las líneas y la marea les arrastrara las redes, encontraron el cuerpo entre las piedras. A mi hermano mayor también lo empujó lejos de casa, con una novia de turno que interpretó que ésa era la señal que esperaba para largar el trabajo y salir a recorrer el mundo. Yo quedé solo en una casa en la que golpeaban los postigos y las puertas, en la que el perro ladraba todo el tiempo y la comida no se calentaba, porque no había hornalla que resistiera el soplido imaginario.

Me pasé los primeros meses en la terraza de los edificios en que lograba colarme, tirando avioncitos de papel contra los pocos motociclistas que todavía tenían energía para frenar el envión en los semáforos. Eran días en que había que tener cuidado al caminar en la calle, porque los discursos públicos volaban con fuerza para impactar en los oídos de los transeúntes. Muchas sotanas campaneando recordaban a los cuatro vientos que lo que todos sentían como nueva plaga era imaginario, y que por lo tanto había que ignorarlo con la misma disposición de espíritu con que debían ignorarse la tentación del ateísmo, las urgencias de la piel, los descuentos de fin de año y tantos otros fenómenos ficticios. Los opositores políticos, con mejor cintura ante las contingencias, armaron sus trincheras en el sur, donde iniciaron los murmullos sobre la desidia oficial, murmullos que al llegar al centro ya eran un alud de palabras amplificadas.

Al año de iniciado el fenómeno, las fotografías aéreas mostraban la ya indiscutible inclinación del terreno, de los árboles, de los edificios… del mundo. Todo iba hacia el norte. El sur de los opositores se veía árido, despoblado, con incipientes manchones desérticos.

En casa había quedado un casco de motociclista y adopté la costumbre de salir con él, por el recuerdo latente de mi primera sensación, ese ardor en los ojos del que no estaba seguro de haberme curado. Pronto, mucha gente siguió mi ejemplo. Ni el viento, ni las cagadas de palomas, ni los zombis volverían a tomarnos desprevenidos.

Dando vueltas al azar, conducido por las líneas invisibles del torbellino, encontré sosiego en los rincones que antes eran poco frecuentados, en los callejones sin salida, en las construcciones abandonadas, en las galerías donde el viento se apagaba un poco y los viejos consejos de mi madre se hacían susurros inaudibles, susurros como los del oleaje de bajamar volviendo de las rocas en las que ella terminara su vida. Me empecé a juntar con un grupo de pordioseros y otros miserables como yo que habían sido empujados fuera de su hogar. Aceptaron mi rareza de niño envuelto por un casco, de oruga errante. Conocí a Aparicio, un muchacho unos años mayor que yo, algo que de todos modos no importaba desde que los calendarios se quedaran sin hojas. Sospechaba que su nombre era falso, robado de alguna novela de la siesta, lo cual tampoco me importaba. No éramos amigos, pero compartíamos el hábito de competir con nuestra sombra. Él fue quien me dio el nombre de Pincha Focos, por la sana diversión que encontrábamos en apedrear las farolas de la calle que resistían los sacudones del temporal.

Con Aparicio armamos el karting que nos llevó a la zona vieja. Lo construimos a partir de un pallet de supermercado y rulemanes que robamos de una gomería, en un momento en que el encargado salía a perseguir las cubiertas que se llevaba el viento. Llegamos al bajo antiguo por una casualidad lógica: cualquier cuesta que eligiéramos nos terminaría arrojando con las rodillas raspadas al pie de las gitanas que esperaban en las esquinas, sedentarias por obligación, hasta el día en que se produjese el escampe imaginario. María estaba en uno de esos grupos de cuatro o cinco matronas de rostros ancianos. Recuerdo que ella nos estiró una mano llena de pulseras de fantasía que tintineaban al ser sacudidas por el viento, como un llamador de ángeles.

-Tienen que tener más cuidado -dijo-, los que caen al mar no vuelven.

2. La segunda persona

Dijiste que tuviéramos cuidado de no caer al mar, pero caímos, y no fue ni por descuido con el karting, ni por empuje del viento. No me permitiría usar esto como excusa con vos, porque desde un principio me sedujo tu costumbre de no echarle la culpa al temporal. Me gustó que negaras incluso que hubiera viento, aunque los cabellos se te volvieran un cardo a la deriva, aunque yo no pueda terminar de acomodar estas palabras sin que la hoja se haga un bollo, por costumbre nomás, para alimentar un nido callejero o un castillo de carbón.

Efecto dominó, chocamos uno contra el otro, arrastrándonos a pura fuerza. Encima de nosotros, las nubes se corrían los talones, por lo que el claroscuro del bajo nos mostró las dualidades, y las aceptamos.

Aparicio te marcó de entrada, casi como en un juego infantil, y por poco no fue directo a mearte para marcar su territorio. “El que calla no otorga”, le dije, pero no me escuchó. Nadie escuchaba nada con el silbido. Nadie escucha, nadie lee. El soplido salvaje hizo tambalear hasta las tildes, y al querer empezar una frase melosa con “Sólo a tu lado”, apenas si me queda un “Solo” triste como el adjetivo que es. Intento sacudir la última “o”, para iluminar un poco estas palabras, pero el círculo infinito muerde el papel sin aflojar. No hay caso, cada uno le clava las uñas a lo que puede. ¿Alguien todavía escribe cartas de amor?

Te pido disculpas: el relato se enmaraña, es diario y es carta, es principio y es final. Las voces se enmarañan. Soy yo buscando la forma de llegar a vos y ganarte para siempre siendo otro.

Ésta es la historia más antigua del mundo. La mano, las pulseras. Ahí comenzó todo. Nos levantamos como adultos. O quizás el cambio estuvo un rato más tarde, cuando buscábamos una excusa para abordarte y te vimos irte por primera vez hacia uno de los galpones, seguida por un gordo en musculosa. Aparicio le dio una piña a una pared y se lastimó feo los nudillos. Después diría que le había pegado al viento, y que el viento había quedado peor.

Empezamos a volver todos los días, caminando con las manos en los bolsillos, silbando contra la borrasca. Él se decidió primero a pasar. Le había robado la plata a un ciego que pedía afuera de una iglesia, quedando en claro que no había nada ciego detrás de sus lentes oscuros, porque en el instante en que Aparicio levantó su lata del suelo, el tipo dio un salto y le apuntó con un dedo al rostro, al tiempo que le exigía que devolviera la alcancía a su

lugar.

-¡Viejo estafador! -le gritó Aparicio. Se volcó el dinero en una mano y le arrojó la lata a la cara. El hombre nos corrió unas cuatro o cinco cuadras hasta darse por vencido.

Esa tarde, los vi irse juntos a los galpones, codeándose y riendo como enamorados. Me juré no volver a ese sitio, pero no me moví de ahí hasta que regresaron.

-¡No sabés lo que te estás perdiendo! -me dijo él, cuando todavía estaba a unos metros-. Nunca hubiera pensado que era tan suave adentro.

Vos ya no te reías, sino que me mirabas con pena. Porque era pena. Teniendo en cuenta lo que pasó poco después, me esperancé durante un tiempo con que fuera otra cosa. Pero no, era sólo eso: lástima ante mi patetismo.

-Me quedo -le respondí a Aparicio cuando me instó a volver a buscar comida al centro.

-No sé para qué. Querrás pasar vergüenza -dijo él, guiñándote un ojo.

Lo odié con todas mis fuerzas y me prometí estrangularlo en el rincón del puerto donde siempre aparecían peces, ratas y gatos ahogados.

Entonces, cuando se perdió detrás de alguna esquina, vos viniste y me tendiste tu mano llena de pulseras que tintineaban.

-No tengo plata -te dije, creyendo que así te podía lastimar. Vos no respondiste nada. Me guiaste del brazo como a un chico.

El viento se llevó todo y apenas me quedan detalles. Tus dedos abriéndome el cierre. Que yo empujaba como un toro ciego y vos tuviste que mostrarme dónde. Que crujían las chapas del galpón y golpeaba una puerta. Que el eco era un remolino de suspiros. Que perdí una zapatilla.

3. La tercera persona

Pincha Focos intuía que el día en que el viento siguiera de largo y se llevara su envión, ellos no se quedarían quietos. De todas maneras, lo imaginó distinto. Lo que en Aparicio parecía un juego, en él era la razón de seguir el curso de las ráfagas hasta el bajo, cada vez más cerca del mar. En esos días, gracias al soplido que les sacaba las lagañas de los ojos (y les volaba la caridad de las latas), numerosos ciegos recuperaron milagrosamente la vista. Hubo también muchos otros gordos en musculosa, pero no figuraban en el conteo de uno a tres.

La ciudad se iba quedando vacía mientras el temporal desparramaba gente por todo el resto del mapa. Según los testimonios que llegaban -la mayoría desde el otro lado del charco-, salir del azote del viento era lo más parecido a nacer por segunda vez. Pincha Focos se reía de ellos, porque él nacía de nuevo todas las tardes o noches en que se despertaba dentro de María, con los galpones y la ciudad aún a su alrededor.

Con Aparicio ya no iban juntos al bajo. Cada cual tomaba su propio camino, de acuerdo con su necesidad personal. Aunque sí en muchas oportunidades regresaban lado a lado, ayudándose para ascender la cuesta contra el soplido.

-Está claro que tendríamos que quedarnos directamente acá -le dijo Aparicio una tarde.

Y a él le pareció lógico. Volvió a su casa por última vez, para leer las cartas que se apilaban en el ingreso: puras intimaciones por deudas y embargos, sin noticias de su padre o de su hermano.

El grupo de María les había hecho lugar en una casilla abandonada en la costa. Había un hombre con ellas, un pelado alto y de barba, de pocas palabras y menores sonrisas, que les formuló un par de advertencias sobre las jerarquías sociales en ese rincón de la ciudad, advertencias que ellos juraron respetar. De todos modos, el espacio sobraba. Durmiendo al lado del estruendo con el que pulseaban el viento imaginario y el oleaje, ellos fueron los primeros en intuir el cambio, una mañana en que el mar no tuvo demasiados frenos para avanzar más de lo acostumbrado y fue a lamerles los pies de las camas. Ese día, las noticias confirmaron que el temporal se iba con su coletazo final, el más peligroso, el que voltearía a los últimos desprevenidos. Y los últimos desprevenidos, fueron ellos.

Aparicio ya les había anunciado a él y a María que, cuando todo empezara a volver a la normalidad y ellos dejaran de ser sobrevivientes, las cosas deberían definirse, independientemente de la voluntad del pelado de barba. Pincha Focos quiso adelantarse y una noche le pidió a la gitana que lo acompañara detrás del viento, que era lo mismo que decir adonde fuese que los llevase la imaginación. Ella le sonrió y le acarició la cabeza, con un gesto muy similar al de la primera incursión en los galpones.

Esa misma noche, cuando estaba por amanecer, Aparicio y él despertaron tragando agua salada. Casilla, camas, colchones… todo se hundía en el mar. En tierra, y a salvo, las gitanas reunían sus pertenencias y su sentido errante. María los saludó con la mano en la que las pulseras daban sus sacudones finales. Ninguno de ellos se animó a adjudicarse la mirada. Aparicio intentó un par de brazadas, pero las ráfagas no le cedieron un centímetro. Helados hasta las uñas y casi sin hacer pie, la vieron desaparecer junto con el silbido. Fue el silencio del oleaje y fue la nada luminosa. Sosteniéndose uno al otro, tomados de las manos en un gesto que era también despedida, se dieron vuelta hacia el horizonte e imaginaron la línea espumosa del viento, cortando el agua con su cola, como un pez recién liberado, alejándose de ellos a toda velocidad.

Pincha Focos trató de experimentar ese sentimiento de nacer por segunda vez, sentimiento que se parecía demasiado al de volver a casa y que lo saludaran las intimaciones por carta. Miró a Aparicio, le señaló el rincón del puerto donde se congregaban los animales muertos, y le hizo la mímica de estrangularlo. Él se rió sin entender.

Regresó a la costa con la ropa pesada por tanta agua. Observó el acantilado de los pájaros carroñeros de donde cayera su madre y extendió los brazos sólo para asegurarse de que ahí ya nada lo secaría. Se puso a silbar una canción inventada y, cuando quiso darse cuenta, estaba moviéndose con rumbo al norte, sin una zapatilla, caminando como una parte más del viento imaginario, yéndose juntos y puntuales en la fecha que los medios habían anunciado.

Biografía

Manuel Montali nació en Córdoba en 1985. Publicó “Crónicas de la ciudad que nació en los barcos”, que recibió una distinción del gobierno de Córdoba y “Un mundo fantástico bajo el agua” por el cual obtuvo el Premio Latinoamericano Edebé. Fue destacado por escritores como Pablo de Santis y Cristina Bajo. Su labor literaria y periodística fue distinguida además por la Legislatura de Córdoba. Colabora en medios como La Nación y La voz.
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